¿Quiere usted un caramelo?
Empar Moliner, la mujer más inteligente del Cosmos, me dice siempre que las cosas que me ocurren son bastante insólitas. Mis amigos Jordi y Nacho, con los que estoy pasando unos días en Cadaqués, lo resumen muy bien con el siguiente comentario: "Si Dalí te hubiera conocido le habría dicho a su mujer: Gala, vámonos; este chico es muy raro".
Exageran porque me quieren mucho, y porque saben que ser extraño es algo que me hace bastante gracia, pero indiscutiblemente tienen algo de razón. No diré esa inmensa tontería de que "lo raro atrae a lo raro", pero es cierto que cualquier cosa que nos pase en la vida, por vulgar que sea, puede amplificarse hasta la locura si uno lo desea con firmeza. Si, además, lo que nos ocurre ya es insólito en sí mismo, la explosión es inevitable. Y el pasado martes 14 de agosto algo explosionó en Cadaqués.
Estaba desayunando en una terraza, después de haber pasado una noche animada tomando copas en El Set, el bar de mi amigo Carles, el mejor lugar del mundo, el único local que tiene a Flora como camarera. Mientras bebía mi cacaolat, una chica guapa se acercó a mí con timidez y me preguntó: "¿Quiere usted un caramelo?" Tardé tres segundos en saber quién era. Se trataba de una azafata a la que había conocido unos días atrás, durante un vuelo Madrid-Barcelona. Me pareció magnífico verla de repente en Cadaqués. Yo pensaba que esas cosas solamente pasaban en las películas del Truffaut, pero ahí estaba ella, morena y sonriente, vestida sin su uniforme. En el avión, yo le había pedido un caramelo y, tras aclararme que Iberia ya no tiene esas cosas, fue a buscar en su bolso para ofrecerme uno de los suyos.
Ella, a la que llamaremos M., no estaba sola. Enseguida se sumaron dos compañeras de trabajo, S. y R., que habían estado prudentemente retiradas mientras su amiga había ido a saludarme.
Acabamos los cuatro riéndonos como locos en Cap de Creus, sin motivo alguno, porque sí, porque somos jóvenes y guapos y la vida es indiscutiblemente hermosa. A las ocho de la tarde ellas se fueron, y hubo una emoción rara al despedirnos, como si los cuatro supiéramos que nunca nos íbamos a olvidar.
Me han pasado muchas más cosas este verano, claro que sí, algunas incluso con apariencia más improbable que esta (una violinista rusa, por ejemplo, estuvo tres días viviendo conmigo en un hotel, ensayando una y otra vez el concierto para violín opus 61 de Beethoven), pero lo importante es amplificarlo todo, cualquier cosa, también lo insignificante, no pararse nunca y agarrarse a lo precioso como si nos fuera la vida en ello.
Lo que Jordi, Empar y Nacho no saben es que ellos me ayudan a ser así, que estoy loco porque ellos están locos, que me amplifican y me hacen ser mil millones de veces mejor de lo que sería sin ellos.
Y no ha sido Cadaqués ni su presunta magia lo que ha provocado el verano más intenso y alegre de mi vida, ni siquiera el espíritu surrealista de Dalí, ni todas esas pamplinas. He sido yo mismo, porque he querido y porque mis amigos han estado aquí conmigo, los antiguos y los nuevos que acabarán siendo antiguos: Carles, Eva Hache, Jöns, las tres azafatas de Iberia y Flora.
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