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Columna
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Espejismos

Tiene remota relación con el fenómeno que se da en el desierto y sobre el mar en calma, pero vamos a descender hasta las superficies que devuelven nuestra imagen, tantas veces fiel a la deformidad que solemos ignorar y debería darnos miedo: vernos en el espejo. Lo dejó escrito el clarividente calumniador que fue don Francisco de Quevedo: "Ninguna cosa me da más horror que el espejo en que me miro; cuanto más fielmente me representa más fieramente me espanta". En la misma línea procuro no echarme la vista encima dentro de mi casa, salvo ese cara a cara cotidiano que mantenemos los hombres a la hora de afeitarnos y que justifica muchas barbas. No puedo hablar de los soliloquios de las damas en los momentos de maquillarse que, en ocasiones, debe estar paliado con sobredosis de autoestima.

Hay recintos privados en lugares públicos donde un juego de reflejos muestran también los perfiles e incluso la espalda, lo que produce aflicción entre mis contemporáneos de edad vetusta. Una ojeada a la clareante coronilla nos desanima cuando el peluquero la muestra, de forma imperceptible, al terminar la faena.

Un epigrama dejó el astuto Voltaire: "No soy capaz de verme en ese espejo fiel / ni como fui ni como soy ahora". Duele observar nuestra inseparable compañía en la triple versión del cristal azogado, al percibir el ojo que nos está mirando con desconfianza, con desdén, quizá con lástima.

La experiencia es reciente. Un restaurante famoso, donde ni siquiera se come bien, tiene servicios sanitarios de enormes superficies bruñidas que nos devuelven del revés. Advertimos un desconocido perfil, la incipiente chepa que humilla nuestros hombros, la indeseable curva que no es vientre sino lastimosa tripa, disimulada cuando la tenemos frente a frente.

En el medievo los hechiceros grababan en los espejos misteriosos camelos cabalísticos de finísimo e imperceptible trazo que aparecían de aquella aparente nada en determinada posición y sus secretas cifras cautivaban a los mentecatos. No es de extrañar que los conquistadores, los colonos y los exploradores llevaran en su intendencia esos objetos refulgentes, remedos portátiles de las tranquilas aguas de las charcas, para cambiarlos por el oro y las piedras preciosas. El inocente indígena se reconocía en aquella porción de agua quieta y creía en el milagro.

Los grandes espejos de cuerpo entero aparecen en el siglo XVIII, sostenidos a pulso por el paciente y vigoroso criado, ante el que se recreaba la coqueta damisela y se pavoneaba el petimetre. De ahí se pasa a la polvera, auxilio y remedio de urgencia para ponerle un parche de urgencia a la belleza en apuros.

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Entre las memorias infantiles figuran los mágicos espejos en la tienda de la calle del Príncipe, una óptica donde también vendían barómetros, lentes, lupas, antiparras, brújulas y telescopios caseros. Era pasmo y maravilla de adultos y niños la imagen estirada o rechoncha, que devolvían cómicamente alteradas las muecas que nos hacíamos. En ese caso, la persona mayor, levemente avergonzada, urgía el paso para evitar la sorprendente parodia de uno mismo. Una sensación parecida a la que nos da la frecuente mirilla en forma de burbuja que suele haber en la puerta que da al rellano y nos brinda una versión reconocible y deformada del visitante.

Es difícil arrojar la cara y aconsejable conservar el espejo, que ninguna culpa tiene de nuestro vero retrato. Terminada la estancia en aquellos lavabos enderecé la columna vertebral y me reuní con mis amigos comensales y prescindí de lanzar ojeadas galantes a una señora rubia -apuesto que teñida- que sonreía cortésmente desde la mesa de la izquierda, o eso creí yo. Acababa de verme de perfil, lo que poco decía del gusto selectivo de la dama, si es que su atención se estaba dirigiendo a un servidor. Tras el paso por la traidora espejería no me hacía ilusiones, seguramente infundadas, siendo más que probable que la señora aquella fuese miope o dirigiera su vista a otra persona situada en mi campo de visión. Total, que los malditos espejos me dieron el día.

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