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Columna
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De arriba a abajo

Viene interesante el proceso electoral interno que se está iniciando en el PNV, en el que van a confirmar a Imaz, cepillárselo o salirse por la tangente. Al menos, eso -el interés- se deduce de lo que vienen diciendo los mandos del partido. Hasta lo asegura Egibar, hombre dado a las imágenes plásticas pero reticente a los cambios en las costumbres nacionalistas. Lo importante, asegura, "no es el patrón de la nave, sino la hoja de ruta". Quiere pactar -y que la militancia conozca y discuta- la línea a seguir en la política vasca. Algo desconocido: por primera vez desde que tenemos noticia -las tres últimas décadas, cuando menos- dicen que los miembros del PNV van a debatir qué política seguirá el mayor partido del País Vasco, si seguirá en el monte o volverá al sentido común. Toda una novedad. Esta vez no parece plantearse la cuestión interna como una mera confrontación de carismas y actitudes, sino que van asociadas a opciones programáticas. En el nacionalismo vasco constituye una revolución que sus bases tengan algo que decir en la política a desarrollar. Resulta un movimiento estrictamente dirigido desde arriba, desde unas élites muy reducidas, con poca participación de su plebe.

Ninguna de las decisiones importantes fue abordada colectivamente por el conjunto de la militancia
La primera vez que el invento rupturista pasó por las urnas en el 2005, empezaron a flojear los apoyos al PNV

Pese a la idea de que la participación colectiva constituye una de sus señas de identidad, pues se estructura al modo asambleario, la política nacionalista se configura en y desde las cúpulas, sin más intervención de humanas manos, aunque fueren nacionalistas. Ninguna de las decisiones importantes de estos treinta años - por ejemplo, la actitud ante la Constitución o la opción por el plan Ibarretxe-, pese a su trascendencia, fue abordada colectivamente por el conjunto de la militancia. Estas decisiones, que han condicionado al nacionalismo y a toda la sociedad vasca, se las guisaron y comieron los que están en el secreto, allá por las cumbres del PNV. No siempre con luz y taquígrafos. Luego se comunica a la ciudadanía lo que hay y ahí nos las den todas. Todo viene de lo alto, del Sinaí nacionalista: las tablas de la ley y los planes para cumplir los mandamientos.

Desde arriba se dirigen las decisiones hacia abajo como un alud, con escasa influencia de la opinión popular -incluso la de los miembros del partido- en la toma de decisiones o en sus orientaciones básicas. El nacionalismo es, hoy por hoy, un instrumento de intervención sobre la sociedad, más que un movimiento que recoja opciones populares. Viene de atrás: en el País Vasco lo ocurrido desde la transición se asemeja a ensayos realizados por la cúpula nacionalista, que experimentan cómo desarrollar en la sociedad vasca sus ideas políticas, a ver qué pasa. No las recogen desde las inquietudes sociales, sino desde sus querencias, y las proyectan sobre la sociedad.

Se dirá que circunstancias similares -las decisiones claves reservadas a las direcciones de los partidos- se dan en otros movimientos, y que las que realiza el nacionalismo suelen quedar corroboradas electoralmente. Sin embargo, hay singularidades. El nacionalismo vasco se configura como un movimiento populista de estructura jerárquica, con muy pocos cambios en las élites dirigentes, que se autonomizan. Les cuesta muchísimo cambiar de jefes, como a pocos. Pese a lo azaroso de la política vasca, Arzalluz estuvo la intemerata e Ibarretxe es ya de los presidentes autonómicos más antiguos; sólo le superan Chaves en Andalucía, el murciano Valcárcel y Sanz en Navarra; le gana al presidente del Gobierno español; ninguno de los actuales líderes del PP, PSOE, CIU, IU y EA lo era cuando fue elegido lehendakari, que es casi de otros tiempos.

Además, como sucede en cualquier sistema corporativo, el PNV tiene precarios procedimientos para que las bases influyan en las direcciones. Y la propia fragmentación tensa de la sociedad vasca, que lleva a que una y otra vez se repitan los resultados electorales en sus rasgos básicos (la correlación nacionalismo/no nacionalismo), dificulta que se transmitan hacia la política los desconciertos populares y los cambios de opinión. El voto funciona como un mecanismo de identificación, sin que necesariamente influyan en él las orientaciones programáticas, y el nacionalismo suele ser eficaz cuando llama a cerrar filas frente a agresiones exteriores, reales o imaginarias. La formación defensiva del bloque político nacionalista robustece los lazos de cohesión comunitaria, pero acentúa también el dirigismo de las direcciones, que apenas tienen que confrontar sus alternativas con las bases y el electorado.

A tal circunstancia se debe el escaso refrendo electoral que ha tenido el soberanismo que confluyó en el plan Ibarretxe. Es uno de los fenómenos más asombrosos. Se pergeñó tras dos elecciones claves, la que se realizó tras Lizarra y, sobre todo, la de 2001. Pues bien: ambas fueron elecciones frentistas, particularmente la segunda. Más que a sostener proyectos de futuro el nacionalismo llamó a la defensa comunitaria. Lo que estuvo en juego, electoralmente, fue, más que un proyecto político, un planteamiento identitario, defensivo u ofensivo, según se mire. No tanto un programa concreto, lo que no impidió que la dirección del PNV lo interpretara como un cheque en blanco. La primera vez que el invento rupturista pasó por las urnas fue en las elecciones de 2005 y empezaron a flojear los apoyos.

La bronca que se avecina en el PNV se adivina hosca, con repetidos llamamientos a la unidad, algún navajeo (político) e intenso repudio de cualquiera que opine sobre el PNV, como intruso ignorante. Pero podría introducir cambios en su funcionamiento interno, si de verdad debaten sobre qué van a hacer y se sabe al final que las ideas de los mandos, luminosas o no, tienen algún soporte. No resulta probable. A la postre, a los jefes de los partidos les gusta que manden los jefes de los partidos. ¿Que por qué? Porque para eso son los jefes.

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