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Columna
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El ordenador

Ayer volví a tenerla con mi ordenador. Había escrito un texto, una de esas parrafadas que salen de un tirón y que no te atreves a tocar ni un acento por si la estropeas. Estaba en vena, tanto que parecía capaz de redactar una segunda frase de corrido como esos tipos del cine negro que escribían en la Underwodd sin un solo tachón. Fue en ese momento de euforia y autocomplacencia cuando uno de mis dedos debió rozar involuntariamente alguna de las muchas teclas cuya función ignoro. De pronto apareció una especie de cuadro con extrañas especificaciones que cubrían por completo la pantalla. Al principio guardé la calma, respiré profundamente y toqué un par de teclas que instintivamente imaginé podían restablecer la imagen anterior. El instinto informático al que confié mi suerte brilló evidentemente por su absoluta ausencia, porque no ocurrió nada.

Allí seguía el misterioso cuadro plantado ante mis narices, desatendiendo tan pacíficos requerimientos. Pulsé otros dígitos con idénticos resultados, y después otros, y seguidamente otros más. Mis dedos no exhibían la delicadeza inicial y sus movimientos ya irracionales parecían los propios de un pulpo enloquecido. Tras 20 exasperantes minutos de batalla desigual contra la cerrazón, me di por vencido. Mi texto maravilloso había volado y no hallaba forma de recuperarlo, no al menos sin pedir el humillante socorro de algún adolescente. Los chicos meten las manos como si el teclado fuera una prolongación de su anatomía, lo tocan sin mirar hasta penetrar en espacios recónditos que para mí resultan totalmente inaccesibles.

Esto que les cuento lo escribo colmado de temores, casi tembloroso ante la posibilidad de volver a deslizar torpemente el índice o el pulgar a un espacio inadecuado. Hace días tuve otra bien gorda por un asunto de colores. En esa ocasión no siquiera advertí que alguno de mis dedos se hubiera comportado como un percebe. Lo cierto es que, sin mediar ningún movimiento extraño, las letras empezaron a salir en rojo en lugar de la habitual negrita. Yo sé que moviendo el ratón puedes hacer de todo con los tipos de letra, pero por más que pinchaba en las ventanas correspondientes se mantenía el escarlata cuan persistente maldición. Ahí está el texto en la carpeta de archivo, mitad negro, mitad rojo, como si fuera un panfleto anarquista.

Tengo la sensación de que estas máquinas poseen conocimiento propio y distinguen entre quienes fueron educados en la informática y los que nos subimos en marcha sin tiempo para un triste cursillo. Hay datos incluso que certifican hasta qué extremos llega la mala relación que muchos humanos mantienen con esta herramienta de trabajo ya absolutamente indispensable que es el ordenador. Según los estudios realizados en nuestro país, casi la mitad de los usuarios de ordenadores responde con violencia ante los problemas con su aparato. Y cuando dicen violencia se refieren no sólo al catálogo habitual de insultos e improperios en los que suele quedar en entredicho la honestidad de la madre del fabricante, sino a golpes y mamporros variados a los distintos componentes del equipo.

No piensen ni por un momento que esta agresividad es más propia de los hombres. Las damas se despachan con igual virulencia cuando el ordenador les hace una faena. En lo que sí hay discriminaciones notables es en los elementos que son agredidos cuando se produce un ataque de ira. La mesa de trabajo y la impresora suelen cobrar bastante menos, pero al monitor le zurran de lo lindo. Nada en cualquier caso comparable a lo que recibe el pobre ratón. Tal vez por tenerlo más a mano o por su aspecto inofensivo, lo cierto es que más de la tercera parte de las palizas se las lleva el roedor cibernético.

Por fortuna, son mayoría los que logran controlar su agresividad evitando onerosos gastos de reparación en los equipos. Hasta el momento he logrado sofocar mis instintos asesinos evitando cualquier reacción violenta, pero entiendo a los que sucumben a la desesperación. Muchos cibernautas madrileños se vengan de los sistemas informáticos exhibiendo pegatinas con mensajes soeces en su PC. Una de las más usadas resume en términos escatológicos todo un sentimiento de rabia reprimida. El texto reza escuetamente: "Me cago en Bill Gates".

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