"Gorrones" en la Universidad
El discurso de los políticos, ya se sabe, tiende a ser plano, previsible, precisamente para ser "políticamente correcto". Este hecho es, sin duda, saludable para la estabilidad, imagen y decoro de las instituciones públicas, y para la tranquilidad ciudadana. Sin embargo, a menudo ese discurso resulta apartado de la verdad y reñido, por tanto, con la resolución práctica y real de los problemas.
Es por ello que celebro la difusión de las declaraciones del secretario de Estado de Universidades, Miguel Ángel Quintanilla, al admitir, entre otras ideas semejantes, que "ser gorrón ha sido muy rentable en la Universidad española" (EL PAÍS, del 21 de agosto). Como catedrático y amante de nuestra Universidad pública, no me siendo ofendido, sino alentado, porque una alta autoridad competente haga este reconocimiento, aunque sea en un marco distendido. Sus palabras apuntan, en efecto, a un mal arraigado y muy pernicioso, si bien felizmente no generalizado y con muy encomiables contrapuntos.
Combatir seriamente la corrupción de baja intensidad que menudea en nuestra enseñanza superior es la más formidable política de progreso que imaginar se pueda para nuestra Universidad, aunque naturalmente no depende sólo de la promulgación de normas jurídicas. Y, sin embargo, estamos hablando sencillamente de prevenir y sancionar la comisión de delitos (la prevaricación, especialmente) y del cumplimiento de un mandato constitucional, que es al mismo tiempo una bella lección moral y cívica: asegurar que el acceso a la función pública esté conducido por los criterios de mérito y capacidad. Es decir, estamos hablando, nada menos, que de ventilar y afianzar nuestra democracia.
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