¡Hoy toca MNAC!
Cuando se es niño y se va con mayores no queda más remedio que acostumbrarse a sus rutinas y resignarse a ver las cosas a la altura de la nariz: la visión de matojos y rocas -si se trata de una excursión campestre- o fragmentos de moldura, cartelas y, a lo sumo, el rinconcito de las firmas -si se visitan museos. Hoy toca MNAC, aunque esos cachorros de la foto ya estuvieron otra vez con la escuela. Pero son sabios y aventajados, rayando lo repelente, y les gusta volver a un lugar que conocen para poder dominar el cotarro. Pronto ya sabrán más que los monitores y les aterrarán con preguntas y respuestas insidiosas. En la obligada sección del románico aprendieron en su día que esos pajarracos con aspecto humano no son batmans, sino ángeles, y los que están repletos de ojos son policías extraterrestres y se llaman serafines.
En la obligada sección del románico los niños aprendieron que esos pajarracos repletos de ojos son policías extraterrestres y se llaman 'serafines'
Los niños saben que en el museo hay poca cosa a su medida, sólo frontales de altar en forma de cómic, ábsides y algún que otro cuadro de gran formato, como La Batalla de Tetuán de Marià Fortuny, con soldaditos de plomo y montañas de escayola. Las truculentas y coloridas escenas gore del gótico están, por lo general, elevadas para evitar sus miradas curiosas. Echan de menos a la familia Monster de Marian Pidelaserra, que ha vuelto a dormitar en el almacén, dada la incomprensión a la que ha estado sumida desde su salida del armario en 1902.
Como las cartelas son lo más accesible que tienen, es en lo que más se fijan y empiezan a encontrar contradicciones. ¿Por qué en una sala variopinta y desangelada de contenido todos los letreritos llevan el nombre de Francesc Cambó y, en cambio, los cuadros pertenecen a épocas muy distintas? En el Prado, que visitaron hace poco, eso no sucede: los Boticelli que llevan el mismo nombre están donde les toca, con los italianos del Quattrocento. En cambio aquí, al parecer, son los familiares los que obligan a romper el parco discurso renacentista y barroco de la casa. Todos se atreven con los catalanes, incluso ellos mismos. Si se trata de hacer la pelota al difunto multimillonario ¿por qué no poner su nombre en el salón y Santas Pascuas? Sucede lo mismo con las obras del barón Heini Thyssen-Bornemisza: ¿no lucirían mejor mezcladas con el resto, ayudándose unas a otras? ¿Y las de su viuda? ¿Por qué no poner los Sunyer con los demás Sunyer, los Mir con los Mir, y así hasta llegar al pobre Torres-García, aún no bien representado? Y el Tàpies? Quizá en el restaurante,junto a los que ya lo decoran.
Al pasar por la sala Picasso, se alegran. Tanto reivindicar su catalanidad y en el MNAC no había ninguna obra, a pesar de que el artista regalara su Arlequín (1917) a la Junta de Museus, y que Lluís Plandiura vendiera, en sustancioso lote, unos cuantos picassos, azules y rosas, a la misma institución. Ante el retrato de Marie-Thérèse Walter, piensan que a lo mejor un ojo es de ella y el otro de Dora Maar, pero tanto les da. Y los garabatos de Miró y el Dalí surrealista... ¿dónde están? ¿Y por qué la entrada no es gratis los domingos por la mañana, como sucede en Madrid? La política de museos es muy rara.
El MNAC, con su aspecto de lujoso centro comercial, les distrae, incluso lo encuentran más agradable que el caótico y faraónico Musée d'Orsay, también de Gae Aulenti. La arquitecta les parece pretenciosa, más decoradora que otra cosa. Piensan que lo mejor de ella son las sesentonas tiendas italianas de la Olivetti que salen en los libros usados de L'Arredamento Moderno que pueden hojear en el mercado de Sant Antoni.
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