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Columna
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La grandeza de la ficción

En Estados Unidos tienen que hacer tantos guiones de películas que todo lo que pase en la realidad, por extraño que sea, casi siempre ha sido contado en una película. Antes de que el terrorismo islamista decidiera acabar con las torres gemelas en Nueva York una película había tratado ese mismo tema. Nos sorprende la información sobre robos que se han hecho siguiendo paso a paso la trama de una película, y más de un enamorado se ha inspirado en alguna de ellas para conseguir su fin. Y esto ha dado como resultado que en ocasiones, más de las que creemos, confundamos la ficción con la realidad.

A mi no me ha extrañado nada lo que le ha pasado a una ciudadana alemana, de nombre Margaret Wegner, que le acaban de extraer un lápiz que tenía incrustado en el cerebro durante más de cincuenta años porque siendo niña al caerse se lo metió por la nariz. A mi no me ha extrañado nada porque eso ya le pasó a Homer Simpson de niño, lo que le produjo ese continuo estado de estupidez que raya lo insoportable, y el día que se lo extrajeron Lisa, su hija, descubrió que era un hombre preocupado por el saber, con un nivel de inteligencia altísima, y con una capacidad de aprendizaje enorme. No pudo aguantar el ser tan listo, descubrir la realidad de la vida, y se acabó metiendo de nuevo otro lápiz por la nariz hasta el cerebro para volver a ser tan feliz, y a su vez tan tonto, como antes.

Lo bueno de la postmodernidad es que casi todo parece una película de ficción, con situaciones que acaban en la felicidad de los humanos, como una gran obra de Frank Capra pero en color. Salvo en el tema ecologista, la excepción, lo socialmente correcto es asumir que todo tiene solución, que los problemas nunca van a llegar al dramatismo, incluso se juega con crear problemas para buscarle solución feliz, porque se parte de la convicción de que mediante una serie de bondadosos instrumentos el hombre es capaz de resolver cualquier problema.

Y es que, quizás, la postmodernidad sea un estadio de las actuales generaciones afortunadas por una juventud sin grandes dramas, bien nutrida y aseadamente educada, que quiere proyectar hacia el futuro un optimismo preñado en su pasado de bienestar, sin reconocer que aquel era el producto de una cuidadosa obra de orfebrería cuidada hasta en sus últimos detalles y no un mero deseo o ansía que por su aparente bondad tenía forzosamente que producirse. Es más, los años pasados en convivencia y democracia, y la nada desdeñable riqueza, estaban basados sobre la conciencia de los trágicos errores del pasado, de las maldades mutuas, del reconocimiento que sin condiciones y terrenos delimitados y pactados se volverían a cometer los crueles errores del pasado. Quizás los buenos resultados de la transición no fueran tanto producto del optimismo como del pesimismo.

Sin embargo éste no está de moda, y determinados comentaristas, entre los que se llevaría la palma Joseba Arregi, por indicar los problemas a los que nos enfrentamos, la naturalaza y el origen de los mismos, se haya ganado la primogenitura de los filósofos del pesimismo. Lo correcto hoy es minusvalorar el problema, en la falsa creencia que así lo hacemos más manejable, y que indefectiblemente éste se resolverá felizmente, simplemente porque en la pasado así parece que fue. Sin embargo, para gozar estos años se padecieron muchas calamidades, una guerra que nunca se apartó de la memoria, -otra cosa es que no se convirtiera ésta en un arma para continuar con la guerra, sino para superarla-, una emigración masiva de españoles al extranjero, porque aquí no había qué comer, censuras, cárceles, porrazos, un magnicidio y los subsiguientes fusilamientos.

Y vino el bienestar por que hubo una generación de incorrectos que bajo el peso de sus errores y culpas pusieron las condiciones para que la convivencia triunfara, pero nunca fue porque el final feliz era el obligado determinadamente a que se diera. Es más, algunos llegaron a la infelicidad de ser rechazado por la sociedad en las elecciones después de haber dado los pasos más afortunados para ella.

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Seamos incorrectos, no creamos en guiones de felicidad, pongamos las condiciones para que el de enfrente no se convierta en canalla, porque en gran medida la responsabilidad de que el otro no se convierta en canalla la tiene uno mismo, y, sobre todo, no creamos que la bondad surge por generación espontánea. También somos lobos para el hombre.

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