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Columna
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Beso blanco

De los 15 a los 35 vagamos por Madrid. Sin casa y sin coche propio, llegó un momento en el que no supimos dónde acudir con los amigos o las novias. El dinero escaseaba (sobre todo en la adolescencia) y, además, ya nos habíamos visto casi todas las películas de la cartelera, asistido a los conciertos más atractivos y recorrido todos los jardines más y menos ocultos de Madrid capital. Entonces aparecía El Corte Inglés como un parque temático, ya no del consumismo, sino del puro entretenimiento. Con la excusa de comprar pilas podíamos invertir toda la tarde subiendo escaleras mecánicas, nos distraíamos observándonos en los espejos, mirando prendas sin intención de comprar, probándonos perfumes y sombreros.

Los grandes almacenes y las tiendas de varios pisos de Madrid no son sólo un templo del consumo, sino un oasis para el madrileño ocioso y errante bajo la inclemencia atmosférica. En estos días caniculares, las tiendas resultan un avituallamiento térmico. Woody Allen decía en Desmontando a Harry: "Si me das a elegir, prefiero el aire acondicionado que al Papa". Lo cierto es que el aliento refrescante que exhalan ciertos comercios cuando pasas por la ardiente acera es mucho más seductor que el que parece desprender el Santo Padre.

La población puede dividirse claramente entre los que odian y los que adoran el aire acondicionado. Yo me encuentro, en cuestión de sumos pontífices y de aparatos de refrigeración, en el mismo grupo que Woody Allen. Y somos legión. Es habitual ver turistas con bermudas y botellitas de agua mineral pasear hipnóticamente por un Benetton de cualquier ciudad del mundo con el único objetivo de bajar la temperatura corporal. Es cierto que el aire no siempre está bien acondicionado y provoca tantos constipados como el frío natural del invierno, pero cuando su beso blanco se posa en tu piel ardiente es una bendición.

Los pasillos de muchos centros comerciales presentan árboles, fuentes, bancos y farolas creándonos la sensación de pasear por un exterior temperado. Esta modalidad de shopping (sin compras) de invernadero puede tener cierta justificación por la amenidad del entorno, pero lo verdaderamente llamativo es cómo la población de Madrid hace de asépticas tiendas como Zara un refrescante espacio de recreo.

Las piscinas públicas no terminan de ser un antídoto contra el calor, pero, lo peor de todo, son inocuas ante el aburrimiento. En agosto el madrileño no sólo trata de huir de su cuarto de estar en llamas, sino que ansía una actividad que moldee sus lánguidas sobremesas. El deporte o la Wii quedan descartados por peligro de deshidratación e incluso una ocupación sedentaria como la lectura requiere de una atmósfera tonificada. Hay días estivales en Madrid donde las horas se van consumiendo lentas e inquietantes como una traca mojada.

Es innegable que en estas semanas aumenta la sensación de soledad. Madrid en agosto es una edición de bolsillo de sí misma. Esta ciudad es fiel a su espíritu de dióxido de carbono cuando se atasca y grita, cuando los parquímetros muerden hasta las ocho, cuando no se puede cenar sin reserva en el Paper Moon. Y este Madrid de segunda división, de bis de concierto, es cómodo pero triste. A veces parece que el tráfico no ha bajado del nivel naranja pero está, sin duda, más callado. Es el silencio lo que provoca esta sensación de extrañeza, de abandono, de desierto.

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Para combatir esa indefensión buscamos inconscientemente lugares de referencia. Nos aprovechamos del lujo de una ciudad sin colas en los probadores ni únicas primeras filas en los cines, pero resulta, en ocasiones, inquietante no reconocer el Madrid de siempre. Ni siquiera en casa uno está a salvo de la impresión de provisionalidad y asueto que vive el país. Los programas de televisión que marcan los días de las semanas invernales están suspendidos, así que nos descubrimos zapeando compulsivamente buscando, desconsolados y extraviados, un fotograma de normalidad. Y en ese rastreo de cotidianidad, de estabilizadora rutina, aparecen El Corte Inglés o la Fnac familiares y salvadores como una bandera en la niebla, lugares donde nunca es de día ni de noche, donde no existe el tiempo ni el espacio, donde, al cabo de unos minutos bajo el celestial aire acondicionado, dejamos todos de existir.

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