Leyendas de verano
(Del artículo anterior. Finalmente, José María se fue con su dueña y nuestra ilusión de formar una familia, al traste. José María es un perro).
Dicen aquí en la isla que un tiburón blanco nos ronda sigilosamente. Suena a leyenda, la verdad. Parece increíble y, al mismo tiempo, le pone emoción a todo esto. Debe ser ese punto masoquista que todos tenemos, porque ya me dirás tú la gracia que tiene que entres al mar a bañarte, escondiendo barriga y salgas sin ella literalmente. El mar sigue siendo la eterna fuente de inspiración. Más antigua que el propio hombre. Decía Josep Pla que un verdadero escritor se examina cuando trata de definir el mar. No lo voy a intentar a pesar de que el diccionario de sinónimos se me insinúa desde la estantería. Recuerdo una canción del genial Javier Krahe: "Mirar el mar, ¡qué redundancia! Y esas olas, dándose importancia".
Los barcos de los millonarios llegan casi hasta la arena. Unas boyas amarillas marcan la frontera entre el bien y el mal. Lo que no les sabría decir es en qué parte queda cada concepto. El caso es que las calas turquesas con arena como harina, parecen parkings acuáticos en este rincón del Mediterráneo. Te tranquilizas porque piensas que si se produce un cataclismo nos podrían evacuar a todos. Tendríamos que esperar a que los italianos hicieran las maletas, pero nos evacuarían. ¿O no? Pequeñas zodiacs sortean los yates y veleros. Una de ellas te pregunta si quieres sushi recién hecho. A los que estamos "en tierra" no nos preguntan ni la hora. Ya te puedes estar asando que no pasa el del "rico helaaaaaaado". ¿Dónde está ese hombre requemado por el sol? Dice la leyenda que, con el cambio climático, se le ha derretido la mercancía y ahora pasa las horas sombrío y abatido en un bar de pescadores, como un personaje de Hemingway.
Más leyendas. Estaba el otro día tomándome un café con hielo y se me acerca un lugareño. De esos que te hablan muy cerca y te invaden tu espacio vital. Me encontraba mirando abiertamente a un hombre sin edad que entró como los forasteros en los salones del Oeste. Me fijé en él porque llevaba (y no exagero) unas cien pulseras de metal en sendas muñecas. Mi nuevo amigo me susurró: "¿Sabes quién es? El príncipe de la Toscana". "¿Ah, sí? Pues no sabía que en la Toscana había príncipes". "Sí. Como el príncipe de Asturias, pero de allí". "Pues la verdad, por las pulseras, hubiera dicho que se trataba del jefe de una tribu". No entendió la broma. De todas formas, le agradecí la lección rápida sobre las monarquías europeas y seguí a lo mío. O sea, nada. Que no hice nada más, quiero decir. Las islas están cargadas de leyendas. De piratas que colgaron su pata de palo por un amorío, de barcos que se hundieron entre los freos (bonita palabra) en noches de temporal imprevisto, de semidiosas que se aparecen entre las brumas para perdición de los pescadores, de diseñadores franceses que van todo el día en pelotas, de cargueros con fuel que embarrancaron premeditadamente. Les cuento la última: una mujer con posibles se hizo construir una piscina en su nueva propiedad. Cuando fue a bañarse se acordó de que no sabía nadar y que el agua le cubría hasta los ojos. Decidió hacerlo siempre con zapatos de tacón. Eso es glamour y lo demás son tonterías. A lo mejor no es verdad, pero pensé que a ustedes también les gustaría pensar que sí. Cambio y corto.
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