Los límites del carné
El aumento de los accidentes mortales en carretera durante el mes de agosto y las 121 personas que han muerto en la carretera en los 12 primeros días del mes -el 28% más que en las mismas fechas del año pasado- han sido motivo suficiente para que reaparezcan las dudas sobre la eficacia del carné por puntos. También para que se recrudezcan las críticas contra las campañas de publicidad de la Dirección General de Tráfico orientadas a concienciar a los conductores de reglas tan elementales como respetar los límites de velocidad, mantener las distancias de seguridad entre vehículos o llevar puesto mientras se conduce el cinturón de seguridad. Agosto está resultando especialmente descorazonador, puesto que hay más accidentes y más muertes. Aunque si se mira con más perspectiva las cuentas son mucho mejores -el número de muertos ha descendido el 10% en lo que va de año-, cunde la sensación de que no se logran rebajas sustanciales de siniestralidad vial.
Sin embargo, nada hay de extraño en esta eficacia decreciente del carné por puntos. Sigue la misma evolución que en otros países: efecto inicial muy favorable en los primeros meses para después estabilizarse en descensos modestos de la siniestralidad. El problema no es de modelo, ciertamente coactivo sobre el papel, sino de la menguada capacidad de disuasión que le acompaña. Pasada la sorpresa inicial, los automovilistas vuelven a circular a velocidades muy elevadas porque no perciben la amenaza de la sanción. La tramitación de las multas se eterniza; la retirada de puntos inhabilita para conducir pero el sancionado se entera tarde y mal e incluso no existe un control efectivo de quienes circulan sin puntos; y los conductores no tienen la sensación de que sus infracciones serán descubiertas. Al contrario, calculan que tienen muchas probabilidades de resultar impunes.
El éxito del carné por puntos radica en la capacidad de coacción con que se aplique; esa capacidad depende a su vez de la voluntad administrativa de aplicarlo y los recursos que se dediquen a imponer la ley. Recursos que implican, por ejemplo, controles rápidos de alcoholemia, más radares que demuestren gráficamente la infracción cometida -en las autovías y en las carreteras de dos direcciones- y un sistema de gestión de las sanciones que no se demore durante meses o años. Sobran indicios de que existe la ley, pero no la voluntad de aplicarla con convicción. No es de recibo que no se persiga y sancione a quien conduce motocicletas sin el casco puesto; o que no se endurezcan las condiciones para conceder motocicletas, dado el aumento de la cilindrada y potencia de los vehículos a dos ruedas. La responsabilidad de los automovilistas es sólo una parte de la solución a este problema crónico de las carreteras. Los ciudadanos aceptarán mejor los límites de la ley si comprueban que las administraciones se gastan el dinero en mejorar el cochambroso estado de las carreteras nacionales y el carril derecho de las autovías; que las autoescuelas enseñan a algo más que a manejar el volante y los pedales, y que la renovación de los carnés no es un circo de permisividad. Porque el tráfico en España, salvo la tragedia de los muertos y heridos, es muy poco serio en casi todos sus niveles.
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