Un perro me encontró a mí
La última noche de luna llena, nos bañamos en la playa. Un clásico. Bueno, a ver: yo no me bañé porque el agua oscura me da miedo, pero todos los demás sí y acordamos que no contarían lo mío. Hice fotos y me llené los pies de arena. Pero eso no fue lo más importante. De repente apareció un perro precioso. Una mezcla de cocker y setter que parecía perdido. Se acurrucó en la playa a nuestro lado, ajeno al cachondeo general. Jugamos con él y alguien dijo lo que todos pensábamos pero nadie se atrevía a pronunciar: "¿Y si nos lo llevamos? Seguro que es un perro abandonado". Ya que de momento los perros no hablan, resulta un poco difícil saber si se ha perdido o no. Por mucho que lo acaricies y le preguntes: "¿Dónde va este perrito abandonado?", el chucho no dice nada y se limita a mover la cola y a poner los ojos del gato de Shreck que enternecerían hasta a un asesino en serie. Un perro con ojos de gato. Nos ganó. A partir de aquel momento se acabó el baño hippy y empezó la operación salvar al perro de la luna llena. Pregunté en el restaurante de al lado y nada. "Es muy normal encontrar perros abandonados. Algunos son las crías de los que vienen con sus dueños de vacaciones. Luego los dejan". Regresé crecido de mi investigación, le ordené al can un enérgico ¡andiamo! y nos fuimos amparados por la nocturnidad y una cierta alevosía (aquí debo matizar que me costó sacar el coche de la arena y que el ruido del motor despertó a un bloque entero de apartamentos. La playa es muy bonita de noche, pero no sabes dónde aparcas. Por un momento, me sentí como Carlos Sainz). "¿Cómo le llamaremos?". "José María. Siempre pensé que si tenía un perro, le llamaría José María". Risas, frío, arena por todo el coche, una toalla mojada, música en la radio y la luna que nos siguió hasta casa.
José María era el perro perfecto. Se sentaba a tu lado, no ladraba, te daba una pata y luego la otra. Nunca las dos a la vez. Comía poco, dormía mucho, jugaba lo justo y hasta empezaba a reconocer su propio nombre, no sin una cierta mueca de sorpresa, la verdad. Lo llevamos a la playa y nadó. Hasta los italianos parecían más simpáticos y por un momento dejaron de mirar a las chicas. Le llamaban cane, como el festival. Todo el mundo quería acariciarlo (va a ser verdad que, con perro, se liga más). Empezamos a sentir el orgullo del propietario. Una tarde lo llevamos al veterinario y comprobamos que no tenía chip. "¡Bien!". Dejamos nuestros números de teléfono y esperamos convencidos, eso sí, de que José María (yo le llamaba Jose para simplificar) pasaría el resto de su vida con nosotros. Empezamos, incluso, a despotricar de sus propietarios. "Es que la gente no tiene corazón. ¡Pero cómo puedes abandonar a un perro como éste!". Jose dormía y suspiraba. ¡Sí, sí, suspiraba! Eran pequeños resoplidos de satisfacción, sin mover el morro del suelo y con un ojo medio abierto. ¿Quieren saber cómo acabó la historia? Pues lo contaré en la próxima entrega (esto es una deformación de mi trabajo en televisión. Lo único es que no voy a poner publicidad mientras se esperan. Ustedes van a ver publicidad, pero no la habré puesto yo). Cambio y corto.
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