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Columna
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Reinventar Compostela

Santiago de Compostela ha vivido siempre sin esquizofrenia la dualidad de su nombre. El primer término, Santiago, pertenece al mundo, mientras el topónimo propiamente dicho es guardado con celo por sus naturales, los que ejercemos la acción de compostelanear, el arte de vivir la ciudad. Tras ese nombre dual hay también dos almas, una ecuménica, que inspira ese flujo incesante de caminantes que cualquier gran ciudad envidiaría, combinado con nuestra alma mater studiorum que nos sitúa en el universo de las ideas. El paso incesante de viajeros del mundo, de las sucesivas quintas de universitarios, de los gallegos que vienen a la capital a resolver sus negocios, ha perfilado un alma difusa, pero bajo ella subsiste el alma profunda, transmitida de boca en boca por generaciones de compostelanos en el tráfico cotidiano, en las tiendas y tabernas, y que poco a poco vemos transformarse mientras los neocompostelanos aún no son conscientes de su función conductora. De igual modo que Santiago y Compostela no se entienden el uno sin la otra, esas dos almas son el haz y el envés de un mismo espíritu, razón y sentimiento que se han de manifestar indistintamente en residentes y transeúntes, en el centro y la periferia, en las luces y sombras, en invierno y en verano, cuando los forasteros toman las rúas del centro.

El yin y el yang de la ciudad están patentes en todo, en las cosas de cada día y en el anhelo del futuro, que es el debate entre la memoria de lo que hemos sido y el deseo de lo que queremos ser. Por eso, cuando se desequilibran ambos polos, si los dos elementos no se combinan en dosis adecuadas, todo queda reducido al quantum, a un baño de números, estándares, magnitudes de viviendas y zonas verdes, de tasas de ocupación, de pasajeros en vuelos baratos y pernoctaciones. Entonces, si una ciudad con tan estrechos límites físicos ve coartados sus horizontes anímicos, se torna angustiosa y se hace imperativo salir, alejarse por unos días del ritual del tedio, para sacudirse la nostalgia que a veces infunde la perennidad de las piedras y de las ideas.

Una ciudad nacida de un mito, mundialmente célebre por una historia tan bella como inverosímil, necesita reinventarse si no se quiere que el mito fundador le impida levantar cabeza, para alimentar las dos almas que deben actuar en perfecta sinergia y sintonizar en un especial vibrato. Reinventar Compostela es asumir de una vez por todas que esta ciudad no es ya primera y casi exclusivamente el santuario apostólico y Fonseca, sino una capital europea, conocida y reconocida, y que esta condición se le ha conferido no sólo por su valor simbólico para los gallegos, sino también por sus oportunidades de localización, comunicación y proyección internacional. Con frecuencia la actitud de Compostela ante lo que le llega de fuera ha sido más bien pasiva. La eterna asignatura pendiente es el viaje de vuelta, entender el proyecto del camino al revés, porque ahora ya no sólo cuentan los años jubilares, el desafío cotidiano es trabajar en red con las ciudades y las universidades del Camino, con las administraciones y los ciudadanos, los empresarios y los futuros emprendedores. Si estos vectores se estancan y no hacemos un doble esfuerzo por transmitir el patrimonio humano, nuestra herencia, y crear algo nuevo que esté a la altura de ese legado, nada ni nadie podrá librarnos del destino de parque temático que acecha detrás de cada centro histórico. El problema es de dosis: es complicado decidir qué debemos conservar e innovar y qué estamos dispuestos a sacrificar. Ese es el secreto de la política, el desafío de la ciudadanía y las instituciones.

Como argumento que ilumina esa doble vía, en plena resaca de la fiesta grande, la fiesta nacional de Galicia, saludamos la recuperación de las vésperas solemnes del Apóstol, que compuso José de Nebra en el siglo XVIII, con cánticos y preces en latín de belleza sin parangón en la liturgia del aggiornamento, y el éxito del segundo festival Via Stellae, que entre la apertura por la Real Filharmonía hasta el colofón que pusieron Les Musiciens du Louvre ha brillado a una altura excepcional dada su juventud. Enterrado con honores el anterior festival internacional que nos traía algunos saldos de la escena estival, es un gozo confrontar el poderoso Bruckner de la OSG con Víctor Pablo al frente con la finura de Gardiner, la exquisitez del Giardino Armonico con la audacia de la Petite Bande. Perfecto el programa, los escenarios y la organización que ha puesto en pie José Víctor Carou, logrando un ambiente de festival inédito desde aquel inolvidable Millennium que el Consorcio de Santiago hubo de aparcar y que bien podría recuperarse para completar el panorama de agosto. Porque no sólo de alalás vive el hombre.

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