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Columna
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El 'Imazazo'

El artículo de Josu Jon Imaz cuestionando las ilusiones plebiscitarias del lehendakari y compañía ha conmocionado la política vasca, y sin embargo decía en lo fundamental lo que ya se sabía, que conforme a los compromisos y la lógica política no puede haber "consulta" (referéndum en políticamente correcto) si no es "en ausencia de violencia" y que no están dadas las condiciones, lo que es obvio. La pregunta que salta es, por tanto, a qué se debe la convulsión, que, por otra parte -lo sabemos todos-, tiene su razón de ser. El motivo es claro: el Gobierno tripartito venía manifestando el propósito de realizar, como fuese, "una consulta" antes de terminar esta legislatura, pese a que ETA sigue amenazando a los vascos. Una y otra vez, lehendakari, portavoz y socios menores, y cada vez con más entusiasmo, venían amenazando con reventar a la sociedad vasca y llegar al cisma irreversible del plebiscito, que son los seguros daños colaterales de la idea. Y lo hacían incumpliendo su palabra.

Cada vez con más entusiasmo, venían amenazando con llegar al cisma irreversible del plebiscito
No salen las sumas como para echarse al monte. Incluso olvidando sus promesas todo debe ser "en ausencia de violencia"

Del tema del referéndum ("consulta") podría escribirse mucho, pero lo llamativo de esta historia es que en sus comienzos, ya hace años -hacia 2002-, su mentor se autoimpuso el condicionamiento "en ausencia de violencia", que presidía cualquier declaración, manifestación y entrevista sobre los caminos soberanistas: que nada se haría si no era "en ausencia de violencia". Luego este requisito moral y político fue pasando a la letra pequeña. Y eso, hasta el punto de que el Plan Ibarretxe lo aprobó el Parlamento en presencia de violencia. Con la oposición amenazada.

La escena -30 de diciembre de 2004- tuvo mucho de surrealista, pero fue sobre todo sangrante. Quienes se opusieron al texto soberanista llegaron al Parlamento escoltados, pues así viven para que no les maten. Quienes lo apoyaron, no, pues viven en libertad (quizás en éstos hubiera alguna excepción; entre los otros, ninguna). Esa imagen sigue constituyendo una vergüenza y pesa como una losa sobre todas las ínfulas soberanistas de entonces y de después. "ETA no nos puede condicionar la agenda" -han vuelto a decir algunos nacionalistas estos días-, y no les importa que condicione -socave- la vida de quienes no lo son.

Con este precedente brutal se insinuaba últimamente -o se avisaba a los cuatro vientos por EB y EA, en funciones de ariete- que íbamos ya al referéndum/consulta. Se ha sugerido, y hasta se dice, que será en tregua de ETA, y se equipara tal, si llegase, con "ausencia de violencia". Cumplida la condición de no-violencia con una tregüilla, miel sobre hojuelas, todos a votar y quieto callado el discrepante. Una tregua de ETA se equipara a la ausencia de violencia. ¿Lo es? Hasta donde uno llega, no.

Lo he escrito ya alguna vez y repito la historia. Cuando hacia 2002 se pergeñaba la vía soberanista después de Lizarra y se repetía hasta la saciedad que nada habría si no era "en ausencia de violencia" me tocó, por circunstancias que ya no son del caso, conocer de primera mano el esbozo de lo que luego sería el Plan Ibarretxe. Pude conversar largo y tendido con el lehendakari sobre el proyecto. Fue entonces cuando le pregunté qué quería decir "en ausencia de violencia", que me parecía cuestión crucial en el terreno de los procedimientos -no entraremos aquí en el fondo, sí en las formas-, y que no resulta tan obvio como tiende a suponerse. Recuerdo que hablamos sobre el asunto y que yo, para fijar un criterio claro, le pregunté al lehendakari si "en ausencia de violencia" quería decir que pudiésemos vivir sin escolta (no precisé el sujeto del pudiéramos, pero no hacía falta: en este punto todos nos entendemos). Su respuesta, clara y rotunda, no me dejó lugar a dudas. "Sí. Exactamente eso".

Estaremos "en ausencia de violencia" cuando podamos vivir sin escolta, si me atengo a lo que se dijo, que tiene su importancia en un País que tiene a gala respetar la palabra dada. Todo lo demás -treguas, altos el fuego, etc.- son subterfugios, rebajas o mirar para otro lado. Y en ningún momento, desde entonces, nos hemos acercado a ese punto, ni siquiera durante la tregua. Los escoltas nos han acompañado la vida. Siguen poblando el País Vasco y formando parte de la cotidianidad de cientos de personas que no son nacionalistas. Hay, por decirlo a la inversa, constancia de violencia, y sobre esto no pueden hacerse trampas.

El Imazazo ha devuelto la política vasca a la realidad, tras años de vuelos y sueños. Aunque no fuese su objetivo, ha liquidado el soberanismo compulsivo que nació en Lizarra y ha dominado la política vasca durante una década. Incluso aunque Imaz perdiera el control del PNV y lo recuperara el clan Ibarretxe-Egibar. Cabe suponer que su posicionamiento, nítido -y que es el que se percibe en el común de los militantes del PNV, no todos ellos exaltados- se corresponde con el sentir de parte de los miembros de este partido. Pongamos que casi la mitad, por acercarnos al porcentaje que le aupó a la presidencia del PNV. De lo contrario, habría que suponer que llegó al poder interno como un emboscado que se hizo con el partido engañando a diestro y siniestro, lo que no resulta verosímil.

Así que, aunque no les guste a los próceres del nacionalismo radical, convendría que se olvidaran del aventurerismo soberanista con el que han sobresaltado y paralizado al País Vasco durante una década. Por definición, su soberanismo plebiscitario necesita apoyos decididos y aguerridos, un pueblo en marcha sin otra cosa que hacer. Pues bien, hagan cuentas. En el mejor de los casos tienen medio PNV, así como los pequeños partidos Eusko Alkartasuna y Ezker Batua, radicales y ultramontanos. Quizás también la batasunía. No salen las sumas como para echarse al monte. Incluso aunque quisieran olvidarse de sus promesas de que nada es posible si no es "en ausencia de violencia".

El Imazazo ha mostrado que el rey estaba desnudo.

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