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El urbanismo también da votos

Las elecciones pasadas fueron las menos municipales desde 1979. Con el terrorismo y la corrupción como discursos dominantes, apenas se habló de los temas urbanos y la campaña culminó en un estado de confusión que, seguramente, fomentó la abstención.

El municipalismo está de capa caída. Tanto, que se puede trastocar el sentido de todo un proceso electoral sin que pase nada grave, lo que demuestra el bajo perfil político de los ayuntamientos hoy en día. Pero también lo está porque el discurso ha perdido empuje al abandonar el hilo conductor que ensarta las políticas sectoriales con el crecimiento urbanístico y económico. Los municipios en general se han vuelto demasiado pragmáticos al dar una importancia desmesurada al vector construcción, tal vez impelidos a resolver el problema de la vivienda a cualquier precio y a obtener ingresos por otras vías debido a su escasa participación en el gasto público.

El Parlamento Europeo y la ONU han puesto en entredicho la forma de crecimiento territorial en España y alertado del peligro que se cierne sobre el individuo hipotecado, obligado incluso a prescindir de las vacaciones para poder afrontar los pagos. La cascada de advertencias de instituciones políticas y económicas mundiales no desvela nada que no hayan denunciado antes los organismos internos de control, pero que la alarma haya llegado tan lejos debe inducir a un repaso crítico del quehacer urbanístico en nuestro país.

En verdad, hay dos discursos, dos formas o modelos de ver la cuestión. Uno de ellos entiende la ciudad y el territorio como suelo y valores inmobiliarios; parece que cabe todo, que todo lo aguantan, y como lo que importa es crecer expansivamente, casi sin límite, se construye sin evaluar las consecuencias económicas, sociales y ambientales de ese crecimiento masivo en un futuro próximo. Le han cogido el truco a los conceptos de sostenibilidad y rehabilitación, que se ponen sin rubor al servicio del proyecto económico urbano. La otra vía sostiene que la ciudad y el territorio, costa o interior, han de crecer con un objetivo, construir para habitantes y no para duendes, como suma de un conjunto de factores que debe plasmarse en la práctica urbanística. Sus gestores suelen ser considerados timoratos porque, en lugar de mostrar entusiasmo por la actividad que a tantos beneficia, miran hacia el interior construido de las ciudades y acotan la expansión indiscriminada en sus bordes, distinguen el problema de la vivienda del negocio de la vivienda, proyectan al unísono infraestructuras y servicios y protegen patrimonio y paisaje.

Pues bien, uno es un modelo economicista más proclive a la perversión, mientras que el otro es propiamente urbanístico. No se puede negar la rentabilidad electoral a corto plazo del primero, ya que es muy grande el universo de compradores y vendedores de la mercancía suelo y vivienda; sin embargo, allí donde se ha aplicado el segundo, a pesar de no jugar tan fuertemente con estas bazas y procurar un crecimiento más ajustado a la realidad demográfica, los resultados electorales son buenos y duraderos, porque ese modelo alternativo conjunta mejor los esfuerzos públicos y privados a la hora de gestionar el planeamiento y, además, fomenta un pulso y una conducta ciudadana que incrementa y mejora el capital humano.

Yendo al fondo de la cuestión, ¿eran necesarios la destrucción de tanto territorio y espacios naturales, tan sonoros escándalos y tantas advertencias externas, para empezar a pensar que hay que cambiar de trayectoria? Sin lugar a dudas, era previsible y pudo haberse evitado en buena medida, pero creo que hoy en día podemos sentirnos un poco más optimistas en cuanto a la práctica del urbanismo. En primer lugar, porque el enfriamiento del sector permitirá introducir profesionalidad y raciocinio, dejando atrás la etapa de planeamientos desmesurados y devastadores, si bien las consecuencias de ese enfriamiento sobre el sujeto hipotecado deben ser materia de preocupación preferente para la administración. Segundo, porque los ciudadanos y las organizaciones admiten que es más rentable crecer con orden y no lastrar el futuro con los errores fruto de la mala planificación y, lo que es más significativo, la propia economía empieza a aceptarlo. En tercer lugar, porque las autonomías parecen ver la necesidad de regular el crecimiento desproporcionado de algunos ayuntamientos con instrumentos de ordenación supramunicipales que vinculen los intereses locales con el interés general, y de volcar sus esfuerzos en enfrentarse a la realidad metropolitana, que es el espacio del futuro.

Hay un cuarto factor importante: la nueva ley del suelo, aprobada sin pena ni gloria en pleno fragor electoral, entró en vigor días pasados y tendrá, a no dudarlo, efectos positivos en este conflicto.

La ley del 98, la del "todo urbanizable", produjo secuelas desafortunadas, alentó la codicia del suelo y lanzó un misil directo contra la práctica urbanística. Un solo dato: según el Banco de España, entre 1998 y 2005 el precio del suelo urbano subió un 500%, mientras que la vivienda lo hizo en un 150%. La nueva ley habilita más mecanismos de transparencia en la redacción y aprobación de los instrumentos de ordenación; prohíbe enajenar el suelo público por encima del valor legal de repercusión para vivienda pública; impide alterar la delimitación de los espacios incluidos en la Red Natura salvo en casos excepcionales, sancionados por la Unión Europea. Además, considera variables relacionadas con la economía de los recursos, la prevención de riesgos naturales y contaminación, e incluye las infraestructuras de tratamiento y suministro de aguas y de transporte público en los costes de urbanización que ha de asumir el promotor. Resuelve la anterior indeterminación en cuestiones trascendentales, como la reserva de suelo para vivienda protegida, estableciendo unos mínimos de obligado cumplimiento. Por último, frente al errado sistema de valoración del suelo por el método residual, en función del ulterior aprovechamiento urbanístico, lo valora según su situación real en el momento de la tasación, prescindiendo de las meras expectativas. La ley ha salido adelante con el consenso del arco parlamentario, excepto el PP; lo que hace falta ahora es que se cumpla.

Es posible que estemos en el umbral de una nueva etapa en la que se afronte la corrección de los errores del pasado, poniendo sobre la mesa los costos de reparación para dotar de servicios, equipamientos e infraestructuras a quienes no los tengan. Un ciclo de práctica urbanística sensata donde se hable más de futuro que de ladrillo y se consolide la correspondencia entre el esfuerzo urbanístico de las administraciones y los resultados electorales, y donde los ayuntamientos dispongan de financiación y de apoyo político suficientes para garantizar su funcionamiento y desarrollo.

Xerardo Estévez es arquitecto.

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