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Columna
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Casi feliz

¿Qué es de un madrileño sin playa? ¿Cómo nos podemos sentir verdaderamente relajados, desconectados, regenerados sin el mar? Los nacidos aquí necesitamos el tónico del océano para recargar las pilas, ni el aire destilado de las montañas ni la sombra de los rascacielos extranjeros tienen el poder laxativo y a la vez vivificador de la costa.

Según la Unión Nacional de Viajes, este año repunta el turismo interior. Creo que ya no hay sitio en las casas rurales de Castilla y León, pero también estoy seguro de que por allí hay pocos madrileños. El propósito de viajar a la playa no es únicamente huir del calor cretácico de nuestra ciudad, ni siquiera se trata de cambiar de escenario. Para alguien de Madrid el agua salada es una metáfora de lo imposible. El océano es el antídoto a la oficina, el opuesto al asfalto, el antónimo de la rutina.

El mar es una fantasía infalible. Ni la macabra realidad de cada verano cuando nos encontramos sofocados en un diminuto apartamento en decimoséptima línea de playa o bajo una escuálida sombrilla rodeados de bañistas sudorosos y tortillas de patata destruye el sueño. En ese instante de decepción y rabia quizá la fábula se astille, pero al año siguiente la ilusión volverá a estar reparada. Al madrileño parece sobrevenirle una amnesia intratable cuando hablamos de la playa. Cada verano olvida las decepciones del anterior: la paella salada y los cincuenta minutos de espera, los problemas de aparcamiento en el puerto, las medusas y los niños vomitando en el crucerito a Tabarca.

El barómetro de Ipsos-Europ Assistance auguraba al principio del verano que este julio nos iríamos más españoles de vacaciones, aunque menos días y gastando lo mismo que el año pasado (unos 2.000 euros). Dichos datos delatan la gran importancia que le damos a la escapada estival. Los decrecientes días de asueto se revalorizan y no dudamos en invertir más dinero en ellos. Casi tanto como disfrutar del abrazo de mar y las noches en las terrazas del paseo marítimo, se trata de romper con la monotonía. El placer se genera disociándonos del pasado más que creando un nuevo presente.

Baleares, Canarias y el Caribe son las playas más solicitadas. Las islas representan la antítesis de la Península. El madrileño que se exilia en verano a Mallorca o a Las Palmas no sólo está desligándose del Madrid invernal, sino también, probablemente, de su propia infancia. Las costas levantinas y andaluzas han sido el tradicional destino playero de los madrileños durante los setenta y los ochenta. Hay gente que sigue necesitando las sales vitales del mar pero también reinventarse. El oasis de infancia que se ha quedado en nuestra calita de Santa Pola o en Cortadura supone un refugio respecto a Madrid pero no nos aísla de nuestro pasado, de una parte de nosotros mismos familiar y repetida. Muchos madrileños buscan la desligación total con el espacio y el tiempo conocido.

Bañarse en una playa inédita es hacerlo en un mar amniótico, virgen y sin referencias. Flotando en el océano nuevo, oteando una costa extraña, observado por un cielo sin recuerdos llegamos a desaparecer, a desprendernos de nuestro cuerpo y nuestra vida, a sentirnos, de verdad, inexistentes.

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En septiembre hay quien regresa al trabajo cargado de iglesias, de plazas, de senderos y souvenirs. Y están esos otros que vuelven a sentarse ante el ordenador sin recordar la clave de acceso: vacíos, aletargados, sulfurados por el atasco y los mosquitos. Los madrileños amantes de la playa aborrecen mirar guías y seguir planos, que en algún momento de las vacaciones alguien mencione el siglo XVI. Y esa clase de persona que no ha hecho ninguna actividad fotografiable durante las vacaciones, que no aprendió una palabra en otro idioma ni contempló un solo retablo es, por unos momentos, más rica. Porque no almacenó nada en su interior en el último mes, sino que lo descargó todo, y la oquedad de su cabeza y su espíritu es ahora un mundo infinito cargado de una potencialidad más valiosa que cualquier catedral. Ese hombre que escucha aún anestesiado a sus compañeros hablar de grandes capitales y de museos prestigiosos, de tribus perdidas en montañas o de tiendas lujosas en grandes avenidas es probablemente un madrileño. Un madrileño liberado de sí mismo y de Madrid. Un madrileño casi feliz.

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