Pequeños placeres y venganzas
El pelotón, cortado por una caída, se pierde la sorprendente victoria de Steegmans ante su jefe, Boonen
Hay cosas que les sientan muy mal a los ciclistas, detalles que enturbian su relación con los periodistas y que ellos, los corredores, tienen jerarquizadas. Así, se puede afirmar, hay algo que les sienta incluso peor que el que les pregunten el nombre de su perro. Y por la mirada que lanzaban ayer con sus ojos de brillo apagado se puede concluir que ese algo es que se les planten delante de la bicicleta y les cierren el paso con una pregunta absurda cuando se dirigen a firmar el control de salida. Se habla incluso de que hay plumillas que lo hacen adrede para fastidiar o vengarse. El súbito parón al que se ven sometidos los pedalistas es aprovechado de inmediato por una horda de cazadores de autógrafos y zumbados de la fotografía que se lanzan sobre ellos con decenas de fotografías -luego las venden en mercadillos- y peticiones de posar para una instantánea al lado de ellos. Una verdadera maldición para el ciclista, que sólo busca soledad y abstracción, dirigir esos ojos apagados hacia su interior y escrutar en silencio sus miedos, como los toreros antes de salir al ruedo. Y no, tienen que decir que están bien y a gusto, mentir también, a gente a la que tampoco le interesa mucho ni su respuesta ni su sinceridad. Y eso sienta muy mal. Sobre todo algunos días. Como ayer, por ejemplo. Dunkerque, junto al mar frío y gris. 14 grados al sol (inexistente).
Como ya se preveía fue una etapa belga, con mucho frío, con lluvia y muy peligrosa
En el equipo de Valverde la consigna era retrasarse al pasar la señal de tres kilómetros a meta
Ayer era la etapa belga, la temida etapa belga, y los corredores bajaban del autobús con la cabeza como un bombo después de aguantar durante un buen rato, contemplando la lluvia y los efectos del viento tras de los cristales, discursos de miedo y desesperación. Consejos de madre: no os caigáis, tened cuidado, no hagáis el burro, portaros bien, situaros delante, que con el agua y el viento habrá caídas y cortes; cuidado con la carretera, que en Bélgica es de cemento y está marcada en medio con la junta de dilatación... Como para no bajar temblando. Como para no desear perderse. Pero en lugar de ello, bajan la cabeza y asienten. "Me han dicho que hoy me olvide de correr en la cola, como es mi costumbre", decía Karpets, el ruso que odia el frío y ama el calor que derrite. Y después, algunos incluso obedecen. Otros rumian su pequeña venganza.
Obedecieron, por ejemplo, los del Caisse d'Épargne, lo cual les vino muy bien porque al final resulta que tenían razón los jefes. La etapa fue belga, en efecto, y, por lo tanto, peligrosa. Hubo lluvia, chaparrones dispersos y aviesos, hubo viento y caídas. Para prevenir los efectos del segundo, los del equipo de Valverde habían organizado una acción en el avituallamiento que consistía en no coger la bolsa con las vituallas y en lugar de ello colocarse en cabeza del pelotón y acelerar el ritmo. Lo hicieron y les salió bien: poco después había una curva, un cambio de viento y una posibilidad de cortarse.
Al final respetaron otra consigna y también tuvieron su premio. Les habían dicho a Valverde, a Pereiro, a Karpets, que pasada la señal de tres kilómetros para meta debían todos recular y colocarse en la parte media y trasera del pelotón, que los que fueran a jugarse la etapa que se jugaran también la vida si querían, que ellos ya habían cumplido. Lo de los tres kilómetros era fundamental porque justo en ese momento cualquier percance, caída, corte, dejaba de tener efectos en la clasificación: el tiempo perdido no contaría. No contó, en realidad, porque, como se sabía, se produjo una caída en la cabeza a, exactamente, 2,700 kilómetros de la llegada. Brusca maniobra de Zabel, frenazo de Quinziato. Asfalto. Montón de huesos, gemidos, hierros retorcidos. Un tapón medio humano en el que se lamentaban el líder Cancellara, Fred Rodríguez, Fran Ventoso, Tomas Vaitkus, Robert Forster, Thor Hushovd, Daniele Bennati, los que se arriesgaron. Por detrás, los obedientes obtuvieron su recompensa. Dejaron la bicicleta a un lado, se volvieron y se dedicaron a contemplar el final de la etapa, la lucha por la victoria entre la veintena de corredores que pasaron antes de que se cortara el tráfico, en una pantalla gigante allí situada. Fue un placer inesperado e insólito que convirtió a los ciclistas en niños felices, espectadores chillones y forofos, como el holandés Boogerd, que animaba como loco a Freire, uno de los supervivientes; en pequeños dioses, ahí es nada, ver en directo la carrera de la que ellos son protagonistas.
Gozaron todos pero quienes más disfrutaron fueron seguramente los gregarios, los currantes, que fueron testigos de una pequeña victoria de los suyos en la interminable lucha de clases. Gert Steegmans, un joven lanzador belga, no paraba de llorar el Tour pasado por el maltrato psicológico público a que le sometía su anterior jefe, Robbie McEwen. En invierno se fue al Quick Step de Tom Boonen. Nadie dudaba que en el final de Gante, ayer, aunque fuera en ligera cuesta, debía ganar Boonen, el ex campeón del mundo, el mesías, el salvador del ciclismo belga; y más, teniendo en cuenta que de los 20 que disputaron el sprint había cinco azules de la banda de Boonen. Empezó a hacer su trabajo Steegmans, aceleró para lanzarlo y siguió y siguió. Y Boonen, que iba detrás, como es su costumbre, dio un golpe de riñón al final y levantó los brazos. Error. Había llegado tarde. Su lanzador había sido más rápido. Fue la pequeña venganza de los maltratados.
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