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Reportaje:

Nostalgia de las mansiones perdidas

Un tercio de los palacios del paseo de la Castellana, un bosque urbano único en Europa, ha sobrevivido a la piqueta

Hubo una vez en la periferia nororiental de Madrid un bosque urbano, florón de Europa, tapizado por miles de árboles dispuestos en filas de a nueve. Sus copas teñían de sombra el plateado destello de un arroyo nacido de un manantial jalonado por un surtir de piedra, la fuente Castellana. Poco a poco, la corriente cobraba caudal. Sus riberas, cada vez más frondosas, fueron urbanizadas a partir de 1807, y en 1830, el arquitecto Mariátegui trazaría andenes para paseantes a pie, así como terrizos. Por ellos trotaban caballos montados por jinetes elegantemente ataviados, muchos de ellos, aristócratas dueños de algunos de los 28 palacios y palacetes cercanos, dispuestos entre el paseo de Recoletos y el de la Castellana. Eran las mejores mansiones de España. En los salones de una de las más suntuosas celebró la nobleza su última gran fiesta en 1954: la puesta de largo de Rocío, hija de los duques de Montellano. Hoy, sólo quedan una decena de palacios. Bancos y hoteles los desplazaron a partir de entonces.

Sobre la gran arteria se construyeron las mejores residencias privadas de España
El pionero fue el palacio del marqués de Salamanca, florón de la burguesía hispana

De ornato y belleza singulares, las mansiones, retranqueadas sobre el paseo, solían tener jardín y cocheras aparte del edificio residencial, de tres plantas separadas por impostas. Sus sótanos eran habitados por el servicio y ocupados por las cocinas y los lavaderos; la primera planta alojaba un amplio salón, casi siempre de baile y doble altura, más comedor, sala de billar y despachos; la segunda planta, accesible por escalera principal de dos tramos, se desplegaba en galería perimetral y sobre ella quedaban dispuestos dormitorios, tocadores y gabinetes. La tercera alojaba mansardas, terrazas abalaustradas y el blasón que anunciaba el linaje de sus propietarios.

Con un declive suave, el río se sumergía bajo el caserío y descendía desde el norte hacia el sur de la ciudad, en dirección al paseo del Prado. Se calcula que entre las del propio paseo y las de los barrios vecinos de Salamanca y Chamberí, la gran arteria madrileña tuvo más de un centenar de grandes mansiones y palacetes de diferentes estilos: desde neorrománicos, como el de la hoy iglesia Evangélica Alemana, en el 6 del paseo, hasta neogóticos, con sus gabletes que abocinaban sus ventanales; renacentistas, platerescos o mudéjares, singularizados por aleros de maderas nobles, artesonadas y de ancho vuelo. El palacio de más nombradía por su porte y empaque fue el del banquero Juan de Aguado, luego llamado de Anglada y más tarde adquirido por el marqués de Larios, situado sobre más de 6.000 metros cuadrados de la pequeña loma donde se alza hoy el hotel Villamagna; en su interior llegó a tener un patio igual al de los Leones de la Alhambra, 70 columnas de mármol de Carrara, baños pompeyanos y lujos otros que la convirtieron en la residencia privada más suntuosa de España.

El más vistoso de los palacios de Castellana ha sido el de Linares, que hoy ocupa la Casa de América, obra del arquitecto Carlos Colubí. Pero el pionero, que llegaría a convertirse en canon de los del gran eje madrileño, fue el edificado en 1859 por Narciso Pascual y Colomer por encargo del marqués de Salamanca en el paseo de Recoletos. Retranqueada su fachada de amplio porche y marquesina por un jardín que dispone de glicinias de entre las más abundantes y más floridas de Europa -cuyo brote marca el origen de la primavera en Madrid-, el palacio del marqués sería imitado por los mejores arquitectos madrileños.

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Entre los alarifes que los edificaron destacan Agustín Ortiz de Villajos, Emilio Rodríguez Ayuso, Joaquín Saldaña y José López Sallaberry, autor éste del palacio de Eduardo Aldock, uno de los pocos que han sobrevivido casi íntegramente, tras su restauración hace un lustro por Rafael de la Hoz para el constructor Rafael del Pino. En él conferenció el ex presidente estadounidense Bill Clinton. Por cierto, en la margen izquierda del arroyo de la Fuente Castellana, sobre un promontorio siempre verde en primavera, se encontraba la llamada Huerta de Cánovas, que albergaba el palacete familiar. Con el tiempo, el predio alojaría la Embajada de los Estados Unidos de América.

Tanto norteamericanos como británicos, al concluir la Segunda Guerra Mundial, se incautarían de numerosas posesiones y propiedades aledañas de la cercana Embajada de Alemania, como el del Arbeit Front, centro de recluta laboral de trabajadores extranjeros, que ocupó un palacete del barrio de Indo, en el arranque de Eduardo Dato. En el recinto actual de la misión diplomática germana, en la esquina con la calle de Zurbarán, sobrevive un cenador-mirador de un antiguo palacio.

En otros países de Europa, sus mansiones fueron conservadas, pero en Madrid nadie las salvó de la piqueta. La destrucción de la Castellana fue fruto de la consunción natural de una forma específica de vida urbana y también de proceso sistemático, no consumado, encaminado a reemplazar a la aristocracia de cuna y de bolsa, instalada en el poder desde el siglo XIX hasta la Guerra Civil, por una clase social emergente que, desde el antiliberalismo de Franco y de Falange, aspiraba a sustituirla durante la posguerra. Así lo ha reconocido el arquitecto Antonio Lamela, en su día uno de los más vivos partidarios del remozamiento de la Castellana, destrucción de palacios incluida. A ello se unía la sed de dinero de la aristocracia, deseosa de vender sus mansiones y salir pitando para la Costa del Sol, dice el arquitecto y vecino del paseo Jaime Tarruell: "El problema de los conservadores en España es que no conservaron nada de lo que en verdad había que conservar". Los solares serían pasto para especuladores afectos al Régimen.

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