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Columna
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Apuesta arriesgada

Jurídicamente no es imposible, pero políticamente sí lo es que al Partido Popular le pudiera ocurrir, tras las próximas elecciones generales, lo que le ha ocurrido en Baleares y puede ocurrirle en Navarra o lo que le ha ocurrido en un buen número de capitales de provincia tras las elecciones del pasado 27-M. En el sistema político español, a diferencia de lo que ocurre en los subsistemas autonómicos o municipales, opera una ley no escrita (formulada, por cierto, por Felipe González durante la campaña electoral de 1996, con crítica de Rodrigo Rato), pero no por ello menos vinculante, que conduce a que el partido de ámbito estatal que obtiene mayor número de escaños sea el único que puede formar Gobierno.

Jurídicamente sería posible que los socialistas y nacionalistas catalanes y vascos constituyeran una mayoría parlamentaria que impidiera que el PP pudiera formar Gobierno, después de haber sido el partido con mayor número de votos y escaños, pero políticamente es inimaginable. Eso lo saben todos los actores políticos y, sobre todo, lo sabe la dirección del PP, que, justamente por eso, sabe que puede permitirse la política de tierra quemada que ha practicado durante esta legislatura en todo lo relativo a las reformas de los Estatutos de Autonomía en general y del Estatuto de Cataluña en particular. Si gana las elecciones, la dirección del PP sabe que, aunque no disponga de mayoría suficiente para formar por sí solo Gobierno, acabará obteniendo el concurso de las minorías nacionalistas para hacerlo, porque el PSOE no podría aceptar en tales circunstancias el apoyo de dichas minorías. La única alternativa política a la no formación de Gobierno por el PP tras haber sido el partido con mayor número de escaños, sería la disolución de las Cortes y la convocatoria de elecciones una vez transcurridos los dos meses previstos en el artículo 99 de la Constitución. Jurídicamente, insisto, caben otras, pero políticamente no.

Obviamente, llegado el momento de necesitar a los nacionalistas catalanes y vascos para formar Gobierno, el PP tendría que pagar un coste que, previsiblemente, sería muy alto, mucho más alto que el que pagó en 1996, pero no sería un coste prohibitivo. En este terreno, la dirección del PP es un jugador de ventaja, que sabe que dispone de bazas a las que no tienen acceso los demás. Es algo sumamente irritante, pero es así. Por eso la dirección del PP se comporta de la forma en que lo hace.

El riesgo para el PP no consiste, por tanto, en que la política de tierra quemada que está siguiendo en esta legislatura (en el terreno de la estructura del Estado, pero no sólo en ese) le impida formar Gobierno en la próxima, sino en que, a pesar de poner en práctica esa política, acabe perdiendo las elecciones frente al PSOE. Porque en este caso no habrá perdido unas elecciones, sino mucho más. Se habría quedado sin discurso político con el que dirigirse a la sociedad española y tendría que elaborar uno completamente nuevo; es decir, tendría que proceder a una suerte de refundación del partido.

Independientemente de la política que haya seguido en esta legislatura, la dirección del PP se jugará en las próximas elecciones generales su propia supervivencia política. Dos derrotas consecutivas del equipo dirigido por Mariano Rajoy lo inhabilitarían políticamente para futuras elecciones. Consciente de ello, la dirección del PP ha puesto en práctica una estrategia que es la única que considera que puede llevarle a la victoria. Lo que ocurre es que, si no la alcanza, es al propio partido al que puede arrastrar en su caída. No es solamente la dirección del PP, sino el PP como partido representativo de la derecha española el que puede verse comprometido por la estrategia con la que está encarando las próximas elecciones generales. Lo que se está poniendo en juego es mucho más de lo que normalmente se suele poner en una consulta electoral.

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