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Columna
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El consenso y sus trampas

Hace un par de años la editorial Trotta publicó entre nosotros la traducción de un ensayo escrito, al calor de la reforma constitucional alemana, por el profesor y periodista Thomas Darnstädt, titulado La trampa del consenso. En él se cuestionaba abiertamente el sistema constitucional alemán que, con el paso del tiempo, ha ido derivando hacia la obligatoria contracción de amplios y complejos consensos (entre los distintos partidos, pero también entre las autoridades federales y las de los länder) para el desarrollo de las políticas legislativas ordinarias. La permanente necesidad de acordar por consenso los cambios legislativos, que llega a afectar nada menos que al 60% de las leyes, lleva a Darnstädt a considerar que el complejo sistema legislativo alemán es "una forma carísima de organizar la irresponsabilidad": la inacción se justifica por culpa del "otro", que no se presta al consenso.

El libro de Darnstädt fue visto entonces como la prueba más evidente del fracaso del federalismo y, por extensión, de buena parte de los proyectos de Zapatero en relación con la reforma de la Constitución y de (algunos) estatutos de autonomía. En realidad lo que su autor denuncia, en primer lugar, es el fracaso de uno de los posibles sistemas de organización federal (el denominado federalismo de ejecución: la federación legisla por consenso entre ella y los länder, y estos aplican las leyes en sus territorios), proponiendo su substitución por otro tipo de federalismo (el competitivo: cada palo aguanta la vela de sus competencias, y los votantes de cada territorio evalúan a sus gobiernos en las elecciones). En segundo lugar, lo que Darnstädt cuestiona es la extensión del consenso a ámbitos propios de la política ordinaria, pero no su validez, e incluso necesidad, en el ámbito constitucional, pues como afirma el prologuista de la edición española, profesor Sosa Wagner, el consenso es el mejor mecanismo de adopción de decisiones para "los asuntos de la gran arquitectura institucional".

En estos días en que el término "consenso" es muy probablemente el más utilizado por nuestros dirigentes políticos resulta significativo comprobar la incoherencia que se produce entre el mensaje que elogia el consenso del pasado y su falta de proyección al presente. Ello se debe, en mi opinión, a la incapacidad (o desinterés) que muchos de ellos tienen para separar las esferas de la "política constitucional" (en la que la regla que optimiza los procesos de adopción de decisiones en una sociedad democrática es la cuasi-unanimidad) y las "políticas post-constitucionales" (en las que la regla de la mayoría es la más eficiente). Un buen ejemplo de esta incoherencia lo ha dado el Presidente de la Xunta en sus peculiares declaraciones del pasado jueves sobre la reforma estatutaria: se manifiesta favorable a la reforma y de que, al igual que el terrorismo, ésta "quede fuera de cualquier criterio partidista", para inmediatamente cerrar cualquier posibilidad de abordar la reforma hasta que "el PP varíe su actitud", o "se produzca un cambio en la situación política", expresión ya utilizada en otras ocasiones y que cada vez más parece expresar un deseo subconsciente de que se produzca el poco predecible a corto y medio plazo descalabro total del PPdeG, del BNG, o de ambos. Y son peculiares porque si en una materia hay consenso, en este caso intelectual, es sobre la importancia que, para nuestra transición, tuvo el hecho de que la UCD decidiese, en el trámite de la Comisión Constitucional del Congreso, consensuar los aspectos centrales de nuestra Norma Fundamental con la oposición (socialistas, nacionalistas y comunistas) y abandonar la posibilidad, entonces legal, de aprobar esos aspectos con la mayoría que en las Cortes formaban centristas y populares.

No comprender el significado y la virtualidad política del consenso (consentimiento de todos) lleva, efectivamente, a la inacción, tanto por defecto (Galicia) como por exceso (Alemania). Inacción de la que Darnstädt pone como ejemplo, a modo de epítome, el cartel que las autoridades del Ayuntamiento de Stechlin (Brandenburgo) colocaron en sus calles: "El Municipio no se hace responsable del mal estado de las carreteras".

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