Arthur Miller y la sociedad paranoide
Durante el apogeo de la cruzada anticomunista del senador republicano Joseph McCarthy, el FBI interrogó a estudiantes y profesores universitarios, vigiló la prensa con lupa, abrió expediente a funcionarios intachables... Miles de profesionales, acusados de conspirar contra la patria, fueron despedidos sin pruebas de su puesto de trabajo. "Vivíamos en un país ocupado: cualquiera podía ser tachado de espía", dice Arthur Miller en su autobiografía Time Bends. La caza de brujas, que nació con la guerra fría y se recrudeció con la de Corea, dejó a Hollywood tocado para siempre: "Hasta entonces, el control del escritor sobre sus guiones no se cuestionaba". Él acababa de terminar uno sobre la mafia portuaria, que Elia Kazan tenía apalabrado rodar para Columbia, pero su productor, tras consultar con el delegado policial en los estudios, le conminó a que introdujera un cambio: los gánsteres y los malos del sindicato debían ser afiliados comunistas. La reacción de Miller ante tanto desafuero fue llevarlo a escena, trasponiéndolo a una época pretérita, por razones obvias. The Devil in Massachusetts, ensayo histórico de Marion L. Starkey recién aparecido, le brindó los personajes y el escenario.
A través de un episodio terrible sucedido en 1692, Las brujas de Salem muestra cómo se desatan las paranoias colectivas. Su protagonista coral es un pueblo puritano, donde unas chiquillas sorprendidas durante un ritual mágico intentan esquivar el castigo inculpando a terceros. La mentira cuela, y crece alimentada por un clérigo deseoso de ganar influencia en su parroquia, por un terrateniente que codicia las propiedades de sus conciudadanos y por un gobernador inclemente. El buen teatro siempre habla a fecha de hoy. Ahora y aquí, en las acusaciones delirantes e interesadas de Abigail Williams y compañía resuena, si no se está sordo, la teoría de la conspiración orquestada en torno a los atentados del 11-M. La credulidad de los colonos de Salem que imaginan a las niñas volando sobre una escoba es gemela de la de quienes creen ver terroristas con txapela y una mano negra tras la masacre islamista. Desde que Tamayo estrenó esta obra con Paco Rabal, no ha habido en España momento más oportuno para montarla.
Alberto González Vergel, su director, tiene 84 años y un vigor envidiable. Recuerdo con fervor su reposición de La camisa, un trozo de vida verdadero, y con pereza Las brujas de Barahona, obra sobre las quemas del Santo Oficio, que no acababa de arder. En este montaje marca a su largo reparto una gestualidad amplia, al borde del énfasis, destinada a la última fila del paraíso antes que a la platea. Tiene actores que se salen de esa línea o que se mueven dentro de ella con verosimilitud, como Marta Calvó, Carmen Bernardos, José Albiach, la joven Carmen Mayor y Manuel Gallardo, cuyo gobernador Danforth emana autoridad sin mover un músculo. María Adánez consigue que odiemos a la pérfida Abigail, pero en su trabajo se ven aún las marcas de dirección. Sergi Mateu (John Proctor) da lo mejor de sí en los clímax y gasta demasiada energía el resto del tiempo: parece que a su personaje le fuese la vida en cada instante. La escenografía es bidimensional y la música, a lo Estudio 1, lleva las escenas intimistas al borde del melodrama. Este espectáculo deja regusto agridulce: el mejor texto de la cartelera madrileña merecería que le ciñeran con claridad las curvas y el talle.
Las brujas de Salem. Madrid. Teatro Español. Hasta el 15 de julio.
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