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Columna
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Toros y folclóricas

Últimamente pongo la televisión y parece que entro en el túnel del tiempo y que aterrizo en los inolvidables días del Nodo. Como antaño podemos contemplar a la familia de Franco yendo de un lado para otro y viviendo la vida bastante bien, sin privarse de nada. ¡Alegría! Luego están las folclóricas, esas mujeres de raza, fuertes, de melenaza negra como el azabache, temperamentales, sin miedo a nada, única cada una de ellas en su especie, con la autoestima por las nubes, a cuyo lado el resto parecemos hembrillas de medio pelo. Cuando de pequeña las veía (también en la televisión, aunque en blanco y negro) echándose flores a sí mismas y diciendo yo soy la mejor, y tengo un don divino y cosas por el estilo, pensaba que con el tiempo todo cambiaría y que en el futuro (o sea hoy) el tono del mensaje sería algo menos burdo. Pues no señor, el modelo va pasando de generación en generación casi intacto y siguen gustando mucho las formas bravas y llamar al pan, pan y al vino, vino. Pero cuidado, porque como dice Greta Garbo, en la película La reina Cristina de Suecia, "cualquier cosa dicha con convicción suena a verdad", no digamos ya dicha con las entrañas.

El cuadro lo completan los toreros y el llamado enigmáticamente el mundo del toro. Una piensa que el auténtico mundo del toro es el campo y los otros toros y las vacas. Pero, bueno, es lo que hay, aquí la fiesta entusiasma. A otros les sienta como una patada. Y unos pocos comprendemos a las dos partes y esencialmente nos aburre. Si dijera que no voy a los toros sólo por no ver sufrir a los animales, mentiría. Es porque se me hace interminable y si hay un sobresalto del tipo cogida, peor. Tampoco entiendo ese tipo de valor absurdo que se pretende ensalzar permitiendo que chicos demasiado jóvenes se arrimen a morlacos de 500 kilos. Su épica, por muchas vueltas que se le dé, es de sota, caballo y rey. La muerte, la vida, el valor, el miedo, el más fuerte, el débil que puede con el fuerte con unas medias rosas, pero también con banderillas, rejón, la espada y etcétera. Eso sí, de la plaza salen metáforas literarias cual verónicas o saltos de la rana, dependiendo de cada cual. Y por muy ajeno que te sientas a ello no te libras de pasar por la televisión y ver una faena de refilón, sin mencionar el estupendo estofado de rabo de toro que ponen en el bar de enfrente. Un día cuando vivía en plan urbanización a las afueras de Madrid un toro logró escapar del campo, cruzar la autovía y llegar a los pies de mi casa. Me pareció una jugada del destino que ya que yo no iba al mundo del toro, el mundo del toro viniera hasta mi puerta. Ves el mapa de la península ibérica y es una perfecta piel de toro.

¿Cómo se puede escapar de todo esto? No se puede. Su iconografía está tan arraigada en nosotros que casi todo lo comparamos con lo que ocurre en el ruedo. Que tienes que tragar con algo que no te hace mucha gracia, piensa que más cornás da el hambre. Que hay que afrontar alguna decisión importante, se dice que hay que coger al toro por los cuernos. Que se sospecha de algo, entonces es que huele a cuerno quemado. Si no llegas a tiempo, te coge el toro. Y hablando de coger, un sueño arquetípico muy nuestro es ése en que nos persigue un toro, cuyo significado oculto es que algo nos preocupa o asusta. Y si tenemos que calibrar nuestra posición en el mundo sólo tenemos que valorar si toreamos en una plaza de primera, segunda, tercera o entre los remolques de un pueblo. ¿Hemos salido alguna vez a hombros por la puerta grande? En este país aristocracia, nobleza, escritores, cineastas, pintores y todo el que quiera tener tirón popular sabe que ha de darles coba a los aficionados.

Pero si queremos salir del túnel del tiempo y volver a la realidad, sólo hemos de darnos una vuelta por cualquier calle de Madrid. No veremos a folclóricas ni a toreros, sólo a ecuatorianos, chinos, chicos con rastas y chicas con los libros en el brazo, el ombligo al aire y un piercing o varios.

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