Paisaje después de la batalla
Las reacciones y comentarios post-electorales emitidos por los portavoces de las fuerzas políticas mayoritarias, PSOE y PP, han ido -como casi siempre- por la senda del triunfalismo. Al parecer, ambos partidos son asistidos por el mismo médico de cabecera, el doctor Pangloss: "Todo va bien en el mejor de los mundos posibles". Los dos aseguran haber ganado las elecciones (uno en votos, el otro en número de concejales) y, además, los dos "han mejorado" respecto a los resultados de cuatro años atrás.
Comencemos por analizar esas "mejoras", para lo cual es preciso señalar, en primer lugar, que la participación en 2007 ha sido sensiblemente inferior a la de hace cuatro años. La abstención (36,2% frente al 32,3% de 2003) se ha mostrado muy variable a lo ancho del territorio nacional -del 26,7% en Castilla-La Mancha al 46,2% en Cataluña, llegando en la ciudad de Barcelona a un verdadero récord: más de la mitad de los barceloneses con derecho a voto no han acudido a las urnas, de suerte que Jordi Hereu, del PSC, si las veleidades de Esquerra Republicana se lo permiten y sigue en la alcaldía, lo hará con un escaso apoyo electoral: el 14,8% sobre el censo-. Pero vayamos más allá en la presentación de esas "mejoras", usando para ello, por un lado, los votos en los comicios municipales de 2003 y 2007 (únicos datos útiles a nivel nacional) y, por otro, los apoyos electorales efectivos, es decir, la proporción entre los votos obtenidos por cada partido y el número de personas inscritas en el censo electoral.
Con un censo electoral acrecido en casi 900.000 electores en los cuatro últimos años, el PSOE ha visto disminuidos sus votos en casi 250.000, pasando del 23,3% de apoyo efectivo al 22%. Por su parte, el PP, aunque sube en casi 40.000 votos respecto a 2003, ve caer sus apoyos efectivos en medio punto porcentual (del 22,9% en 2003 al 22,4% en 2007). ¿Dónde están, pues, las tan proclamadas mejoras de ambas formaciones?
El PSOE ha visto disminuir sus votos respecto a 2003 en las comunidades de Aragón, Cantabria, Castilla y León, Castilla-La Mancha, Cataluña, Extremadura, Madrid, Murcia y País Vasco. A las que habría de añadirse la Comunidad Valenciana y Navarra, donde los socialistas ven caer sus apoyos electorales efectivos. Por otro lado, esos apoyos del PSOE han quedado prácticamente estancados respecto a 2003 en Andalucía (un 24,9% en ambas elecciones), Canarias (un punto de avance), Galicia (un tercio de punto hacia arriba) y La Rioja (medio punto más que en 2003). La subida de más de dos puntos de apoyo efectivo en Asturias y de tres puntos y medio en Baleares convierten a estas dos comunidades en los únicos territorios en los cuales los socialistas han conseguido avances significativos.
Pero estos resultados no tienen por qué hacer feliz al PP, pues, tras los pactos post-electorales, los socialistas tendrán más alcaldes que antes de las elecciones, aunque, para decirlo todo, ese aparente mayor poder se obtiene mediante pactos que desdibujan la oferta autónoma del PSOE y levantan, en general, reticencias y críticas en el electorado, incluido el socialista, sobre todo si se trata de socios nacionalistas con fama de radicales, como ERC, el BNG o, si llega el caso, Nafarroa Bai.En cualquier caso, con los votos obtenidos el 27 de mayo el PP ganaría unas elecciones generales y no sólo en votos, también tendría más escaños que el PSOE. Pero estas extrapolaciones tienen un valor muy discutible, aunque quizá menos discutible que las estimaciones publicadas ahora respecto a las próximas elecciones generales por el CIS. Un CIS que, por cierto, no se ha dignado explicar los errores cometidos, por ejemplo, al estimar que el PSOE obtendría en Madrid un número de concejales el 16,7% superior al obtenido el 27 de mayo.
Cualquiera que sea el valor predictivo de estos resultados electorales y pensando en las próximas elecciones generales, no creo equivocarme si afirmo que los socialistas tenemos buenas razones para estar preocupados. Puede parecer paradójico, pero esa preocupación nace de que las cosas van bien en la política nacional. En efecto, en estos tres años de Gobierno socialista se han puesto en marcha políticas y leyes que, en general, han sido bien recibidas por la ciudadanía: desde las po-
líticas sociales y las concertaciones conseguidas en este campo hasta la modernización de las Fuerzas Armadas, pasando por las inversiones o la política económica en general, incluida, sí, la política antiterrorista (que no es lo mismo que política territorial), y si a esto se añade un crecimiento más que notable y una inflación reducida... tan sólo tres años después de un claro triunfo electoral y con una oposición tan tremendista como desnortada, lógico hubiera sido que los resultados del 27 de mayo hubieran dibujado la antesala de una mayoría absoluta en las próximas elecciones generales... pero no ha sido así. ¿Por qué?
No parece arriesgado señalar a la política territorial como responsable de esta relativa frustración electoral, incluyendo dentro de esas políticas territoriales al, así llamado, "proceso de paz".
Nadie podrá negar que el Estatuto catalán abrió una vía destinada a cambiar la estructura y funcionamiento del Estado. El panorama final lo quiso describir uno de sus principales impulsores, el entonces presidente de la Generalidad, Pascual Maragall, cuando dijo: "Con el nuevo Estatut, el Estado tendrá una presencia residual en Cataluña". Y aunque los Estatutos de Andalucía, Valencia... hayan obtenido el apoyo del PP, sus efectos no serán muy distintos al del catalán, en el cual están inspirados. Sea como sea, no parece arriesgado afirmar que la inmensa mayoría de los españoles, incluidos los socialistas, no desea una presencia residual del Estado en los distintos territorios que componen España.
En cuanto al "proceso de paz" -boicoteado sin piedad ni medida por el PP desde que ETA anunció la tregua-, quedó destrozado en el mismo instante en el que saltó por los aires el aparcamiento de Barajas. Aquel atentado, seguido de no pocas ambigüedades en torno al embrollo, básicamente judicial, del que es protagonista Ignacio de Juana y la puerta dejada abierta a esa bandera de conveniencia llamada ANV a la que se han acogido los batasunos..., todo ello junto al martillo pilón -usado sin miramientos y sin tregua por el PP y sus adláteres- ha llevado a una situación no sólo de dudas en la ciudadanía, también de sospechas respecto a la política que está llevando a cabo el Gobierno en este campo. Un terreno lleno de minas y otras trampas. ¿Es la política territorial ejecutada por el Gobierno la única causante de la derrota madrileña? Responder afirmativamente sería tan sencillo como falso. Existen, sin duda, más causas, muchas de ellas propias del socialismo madrileño y otras, también madrileñas, pero exógenas, como las que han representado los dos candidatos del PP, Aguirre y Ruiz-Gallardón, que concluían ahora sus respectivas primeras legislaturas (que suelen ser las más rentables electoralmente).
Para explicar la derrota se ha enfatizado el error cometido con la designación de los dos candidatos, pero eso explicaría la pérdida de la carrera en el sprint final y no la llegada a la meta con el control cerrado, que es lo que ha ocurrido. Conviene no engañarse: si todos los problemas fueran la sustitución de los candidatos, la solución sería sencilla, y no lo va a ser.
El socialismo madrileño -como cualquier empresa en crisis- ha de cambiar radicalmente sus métodos de trabajo y la forma en que selecciona a su personal directivo. El control remoto a que se ha entregado la dirección madrileña, unido a la endogamia, al sectarismo y a la exclusión, han acabado por mostrar sus pésimos resultados. Todo ello bien adobado con una democracia interna que brilla por su ausencia (maltratando el artículo 7 de la Constitución) y haciendo mangas y capirotes de otro, el 103, aquel que habla de mérito y capacidad como criterio de acceso a la cosa pública. Conviene, pues, olvidarse de las mañas presentes y comenzar a barajar de nuevo.
Joaquín Leguina es diputado socialista y estadístico.
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