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Columna
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Memoria de mayo

Sigo encontrándole ventaja y atractivo a la lectura de los periódicos impresos, que prorrogan su vigencia cuanto queramos. No está en la noticia, atropellada por la urgencia de la radio y la relevisión, sino en el terco quehacer de muchos colaboradores literarios que emplean su tiempo en ensamblar teorías, reforzarlas e hilvanarlas como pueden, antes de enviarlas a las redacciones, donde pienso que rara vez haya quien les eche una mirada por encima. Tema próvido e inacabable, filón preñado, es el de la memoria histórica, y no me refiero a la más próxima que es la busca frenética del peroné reciente, a menudo como resguardo para envidar una reparación económica que humaniza aquel gigantesco tráfico de marfil en las planicies africanas. Eso durará un tiempo hasta que se agoten los limitados yacimientos.

Lo siniestro de estas impunes agresiones al pasado es que ya no provocan polémicas
Publicable es todo lo que parezca una patada en la base de una columna de botes vacíos

Son otros los espíritus desmitificadores que brotan como setas tras la humedad y que se empecinan en erigir pintorescas teorías a las que maquillan y modernizan calificándolas, con pueril entusiasmo, de deconstruciones, neologismo adoptado con entusiasmo por cocineros y presuntos intelectuales. Entran a saco en todo, dedican parte de su ocio no en contemplar reconfortantes espectáculos como Mira quién baila o creaciones espirituales semejantes, sino que se zambullen valerosamente en la historia para desmenuzar cualquier rasgo poético, ingenioso, satisfactorio. Sobre el que ejecutar una desopilante danza sobre argumentos extravagantes, cuanto más falsas o de antiguo desechadas, no importa. Publicable es todo aquello que se parezca a una patada en la base de una columna de botes vacíos.

Terminó mayo, que para los madrileños, de forma remota y soñolienta, significa cierta reconciliación temporal con su pasado donde van incluidos San Isidro, su costilla sumisa y el propio patrón Iván de Vargas. Eventos sencillos, poco creíbles que discurrían y terminaba bien. Teníamos los primeros sofocos, aplacados por el puntual aguacero, los festejos taurinos, la naumaquia de la Feria del Libro y el rataplán conmemorativo de la lucha contra los franceses, lo que nos hinchaba el tórax de orgullo castizo, aunque estuviera equidistante entre el Olimpo y el organillo. Pocas ocasiones tenemos los madrileños de sentirnos satisfechos en medio de historias, plagadas de situaciones ridículas y mezquinas, revoluciones indumentarias, revoltijo de capas y chambergos, al lado de quien sacó la faca para apuñalar a un caballo mameluco en la Puerta del Sol.

Se da por cierta -y quizás lo fuera- la famosa foto de Robert Cappa, captando los sesos del miliciano que suelta el fusil, un símbolo estúpido de contradecir. De más grueso calibre es el infundio del Guernica -la muerte del torero Sánchez Mejías- y ahí quedará por los siglos, significando otra cosa. O la foto recortada del Che Guevara, sudada en tantas camisetas. Lo importante es desmitificar unas cosas para que otras puedan ser mitificadas y florezca el comercio del mito.

En un periódico de provincias leo la extensa reseña de dos libros sobre la Guerra de la Independencia, nuestro chulapón Dos de Mayo, que orilla a los fusilados de la Moncloa, la gesta adolescente de Manolita Malasaña, el pudor heroico de los oficiales Daoiz, Velarde y Ruiz, convertido en una pamema. Al parecer de estos "deconstructores" ni siquiera nos dejan el consuelo del alcalde de Móstoles. Los autores son, como cabría esperar, un zángano, inglés, conocido en su casa a las horas de comer, llamado Frasser reconocido como historiador modernista -¡cómo, cielos, se puede ser historiador modernista!- al que secunda un tal García, catedrático de la Autónoma de Barcelona.

Naturalmente caben interpretaciones y quizás nos hubiera mejor lucido el pelo arrimándonos un rato a la invasión napoleónica, que no hubiera sido eterna, pero esta pareja parece coincidir en que lo que tenemos por una digna revuelta popular vino a ser la molestia que produjo la publicación, en la Gaceta de Madrid, de las abdicaciones de Bayona, una mentecatez, la pomposa borla en un bonete con orejas de burro. No hubo tal reacción del pueblo, ni siquiera inmerecida por aquella degradada familia real; ni resistencia a Murat y todo quedó en la manipulación, por el partido fernandino, de los sentimientos antigodoyistas (¡¡Toma ya!!).

Resulta que el libro del inglés -o americano, no lo sé- ha llevado diez años de laboriosa investigación. Lo siniestro de estas impunes agresiones al pasado es que ya no provocan polémicas esclarecedoras, si fuera el caso, algo que enredó las casi infantiles rabietas de don Américo Castro con don Claudio Sánchez Albornoz. Estos nuevos libros caen en las bibliotecas universitarias y volverán tarumba a quien necesite redactar una tesis con la que convencer al tribunal que jamás va a leerla.

Me privan más esos adultos barrigudos que con escaso sentido del ridículo se calzan la misma gorra a cuadros, la ceñida chaquetilla, el pañuelo blanco y pivotan penosamente sobre una baldosa. Y mejor estaría que los botelloneros supiesen algo del parque de Monteleón y ese arco mancillado por las litronas. No hace daño y entonces es cuando parece que la memoria histórica nos sopla al oído un aire de aliento.

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