Firmas en la feria
No recuerdo mi primera Feria del Libro, hace ya demasiadas décadas de casi todo. Sí me acuerdo de mis dos únicas colas esperando la firma del autor. La primera fue esperando los fugaces momentos con Cortázar, año 74. La siguiente y última, año 81, para conseguir firma y unas palabras de Borges. La espera mereció la pena.
Ya no pueden firmar aquellos mitos, pero siguen parecidos ritos. Aunque en las firmas de ahora sería imposible, e impensable, ver lo que me recuerda un amigo. Era el año del regreso de Alberti, y se brindó a firmar libros. En la cola, entre cientos de personas, estaba un poeta amigo y contemporáneo, Gerardo Diego. Llegó a su firma el silencioso y educado poeta, miró a su amigo de largos exilios y se saludaron como si no hubiera pasado por ellos la trágica historia de España. Gerardo se fue con su libro firmado. Hoy es impensable pensar en un poeta haciendo cola para ser firmado por uno que no fuera de los suyos. Los poetas o son pandilla o se odian. Los jardines poéticos no están conectados. Aunque no por eso se derrumba la feria, los poetas, si no se llaman como yo me sé, ni organizan colas, ni disturban el orden, ni se mezclan. Se mantienen porque se firman entre ellos. Y siguen tan vivos, algunos, porque también se niegan entre ellos.
La firma es el señuelo. Lo saben los libreros, lo saben los escritores. Aunque lo más común en estos días de firmas y libros es firmar poco, más bien nada. Las firmas, generalmente, transcurren en familia como los rosarios de antaño. El escritor debe ensayar cómo estar solo entre tanta gente y en un rincón de su caseta. Se les mira, aunque con menos curiosidad que cuando fuimos pequeños, cuando paseábamos por aquellos parajes para ver las cebras de la Casa de Fieras. El escritor que firma tiene que ir preparado para ver pasear, cotillear y preguntar. Vender es un accidente. Es verdad que se compra, sí, pero casi siempre a los mismos. Y los mismos, para la inmensa mayoría, son los otros.
Nada nuevo bajo el sol del Retiro. Ya lo contaron Berlanga y Azcona en El verdugo. Hay una inolvidable secuencia en la Feria del Libro. El simpático Santiago Ontañón interpretaba el papel de un profesor llamado Corcuera. Un franquista que defendía, desde las leyes, la ventaja y la bondad del garrote vil, frente a la crueldad de la guillotina o la falta de humanidad de la silla eléctrica. A ese señor Corcuera se le acercan unas señoras preguntando por la firma de Pemán. Como esa tarde no firmaba el escritor gaditano, le piden al jovial Corcuera que les firme su libro. El caso es llevarse un libro firmado. Elegantemente, se marchan sin pagar. El tal Corcuera se hace cargo. En ese momento, y para solicitarle un favor, un enchufe para su yerno, se acerca Pepe Isbert, el verdugo oficial. Quiere que recomiende al reticente aspirante, Nino Manfredi. Después de prometer hablar en su favor, el escritor defensor del garrote le firma uno de sus libros: "Al futuro verdugo continuador de una tradición familiar".
Los tiempos han cambiado. Los defensores de los verdugos firman menos, aunque sigan firmando demasiado.
Menos mal que nos queda Almudena Grandes. Ella sola es una brigada internacional. Ella sola defiende la plaza, la bandera y el himno. Su última novela, El corazón helado, narración directa a las emociones de los lectores. Puede ser la más firmada de la feria, la más vendida.
Otras firmas, otras colas. Una importante delante de Carrillo, firmando sus memorias entre humo y sin fantasmas del barrio cercano. Al lado de Carrillo, con más tranquilidad, Fernando Savater firma su último ensayo, La vida eterna, escrito con la razón y mirando las religiones como un volteriano. En su libro habla de la feria, cuenta cómo una amable señora acompañada de su marido le preguntó: "¿Es usted creyente?". Y el filósofo hace la pregunta del gallego: "Creyente... ¿en qué?". La mujer prosigue: "Bueno, no sé... en lo corriente". Y concluye Savater: "Desde luego, señora, claro que creo en lo corriente. En lo que no creo es en lo sobrenatural". Con satisfacción y un codazo a su marido, siguieron su tarde de feria, por supuesto sin comprar el libro. Los volterianos todavía no arrasan en el barrio. Para los que lo sean, una recomendación: El corazón de Voltaire, del puertorriqueño Luis López Nieves. Una original manera de acercarse a tan libre pensador a partir de correos electrónicos. No todo son derrotas. Voltaire, a pesar de las elecciones madrileñas, sigue vivo en el siglo XXI. Hoy no firmaría lo que Iker Jiménez, pero no tendría que salir por la puerta de Sebastián.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.