No hay 'glamour'
LA VIDA ES UN ENGAÑO. Sobre todo para aquellos que en su día nos fiamos del cine y la literatura. Pero la vida, la vida en sí, es un engaño. No tienes más que ponerla a prueba. Una mañana de sábado te levantas, metes dos mudas en la maleta y, ligero de equipaje, sales con un grupo de amigos tan inocentes como tú hacia ese lugar llamado Atlantic City. Y como confluyen gloriosos elementos, como el día es rabiosamente primaveral, el sol calienta, el coche es grande y tiene asientos de cuero, y el conductor hace que la voz de Van Morrison o la de Paul Simon retumben contra las puertas, parece que la juventud es sólo una percepción subjetiva, un estado de ánimo, y que nosotros la tenemos intacta. Cantamos en grupo atravesando el escenario soñado, esas anchísimas vías americanas que parecen hechas para cantar música pop. Para colmo, nuestro hombre al volante nos sorprende con este coche fantástico lleno de posibilidades. Abre el techo. ¡Lo que faltaba! Estamos que nos salimos. Me dan ganas de levantarme, sacar medio cuerpo y subir los brazos para arriba. Pero algo me paraliza. Una vez más, la influencia del cine: en el último capítulo de Dos metros bajo tierra, unas maduritas desmadradas beben y cantan en una limusina hasta que una de ellas saca el torso por el techo. Al momento su cabeza queda aplastada contra una señal de tráfico. También mi padre contribuyó durante toda mi infancia a estimularme la amígdala del miedo: nos hablaba de ese niño imprudente al que otro coche segó la cabeza sin que el padre se percatara hasta cien kilómetros después, cuando paró un momento para cambiarle el agua al pajarito. La imagen de esos niños sin cabeza recorriendo España me persiguió toda mi infancia. Yo nunca vi uno en persona, pero cuando preguntaba angustiada: "Papá, ¿tú crees que hay ahora mismo en España un padre que lleva detrás a un niño sin cabeza?", mi padre aseguraba: "No uno, hija mía, lo menos hay veinte". Y a mí se me metía el cuello para dentro, lo cual me generó una serie de problemas cervicales que alivio con pilates (esto es otra historia que publicaré en la sección Salud, que es, con diferencia, la que más me gusta del periódico). Pero volvamos al asunto: un sábado primaveral, cinco amigos viajan a Atlantic City en el coche fantástico. ¿Qué saben de la mítica ciudad? La vieron (otra vez el cine) en la película de Louis Malle, con un Burt Lancaster en toda su esplendorosa vejez y una Susan Sarandon en su atractiva juventud. Recordamos el momento en que Sarandon se pasaba un limón por los pechos para quitarse el olor intenso del marisco que vendía. También recordamos el libro de Groucho, Memorias de un amante sarnoso, donde cuenta lo hartos que acabaron de almejas en Atlantic City durante una gira. Nosotros estamos dispuestos a hacer lo propio: chupar marisco hasta el desvanecimiento, jugarnos los cuartos en el casino y dormir en un motel de carretera. Llegamos. El motel resulta ser de verdad de carretera, o sea, al borde de la autopista, sin medias tintas, sin compasión, sin sillas, sólo una cama con una colcha de flores y manchas varias sobre las que una prefiere no pensar. Al lado de este motel, el de Psicosis parece Marina d'Or. Nos maqueamos, porque somos españoles, y los españoles para ir a un casino nos maqueamos. Lo llevamos escrito en nuestro código genético. Como pinceles, visitamos tres casinos: uno de temática romana, cartón piedra imitando la antigua Roma; otro del Oeste, y otro cubano. La puesta en escena es de paredes para arriba, porque, en lo referente al suelo, al decorador se le olvidó la temática. El suelo es una moqueta de flores sobre la que caminan los seres más gordos y peor vestidos de la Tierra. Nosotros somos como una tribu asustada de seres chiquitillos que camina en grupo con miedo a perderse en esta pesadilla. Como Hansel y Gretel en el bosque, pero peor: cientos de máquinas tragaperras ante las que rumian mujeres solitarias, acabadas, que no hablan con nadie y se buscan tozudamente la ruina. El casino funciona veinticuatro horas; no hay ventanas, a fin de que el jugador no sepa si es de día o de noche. Y al fondo, las ruletas, en las que parece respirarse la misma pasión destructiva que inspiró a Dostoievski, que aquí está más vivo que nunca, en los ojos vidriosos de la gente; en los de ese indio loco que tengo a mi lado y que parece decidido a gastarse todo lo que ha ganado en el taxi en los tres últimos meses. No hay glamour, el glamour lo trajimos nosotros; estaba compuesto por todo lo leído, por todo lo visto en esas películas en las que hasta la América real se nos presenta más fascinante de lo que realmente es. No hay glamour, se terminó. Finito. Ya no hace falta ponerse un traje de alpaca para perderlo todo, vale con unos bermudas y zapatillorras, vale la riñonera para meter las fichas y vale el vaso de plástico para el whisky. No hay glamour, tampoco gran cachondeo, sólo el ensimismamiento atormentado del vicio. Somos ese pequeño grupo que fuma en el único sitio en América que se puede fumar, en el casino. Pero queremos comer, comer en una mesa, comer bien (lo llevamos escrito en nuestra carta genética), chupar patas de bogavante hasta morir. En el bufé nos rodean familias elefantiásicas. Los niños comen patatas, los padres engullen ostras como si fueran emanens. Brindamos con vasos gigantes de cerveza. En mi mente, un deseo: que cuando todo el planeta se parezca a Atlantic City, yo ya no esté para verlo. De este preciso momento hay una foto para el recuerdo. No lo podrán creer, pero comparada con esas tremendas criaturas que aparecen a mis espaldas parezco una intelectual. ¡Yo!
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