Femme Fatale & El ángel reclamador
Uno. Fugaz (dos días) y triunfal retorno de Thomas Ostermeier al Lliure con Hedda Gabler, reconvertida en a) casi peli de Antonioni: mansión años sesenta estilo Mies Van der Rohe, sofás blancos, acero y vidrio, mucho vidrio, alta burguesía, protagonista moviéndose con la alienadísima indolencia de Monica Vitti en El desierto rojo, y b) según se mire, un giallo de Dario Argento. Lo de "según se mire" es literal: un enorme espejo duplica el espacio y crea un constante y angustioso plano cenital, puro fuera de campo donde los recién llegados, talmente ratas de laboratorio, van a caer a la que se despisten en la siniestra telaraña de la angelical Katharina Schüttler, una Hedda atípica: no es la zorra instantánea de siempre, sino una niña mimada, caprichosa, y a la postre más mala que Mimsy Farmer en Cuatro moscas sobre terciopelo gris. No hay distorsiones formales ni finales sorpresa, como en su relectura anterior de Casa de muñecas. La interpretación de la compañía se mueve en un registro naturalista espléndidamente modulado, en el que para mi gusto sólo sobra la visión burlesca y degradada de Thea Elvsted (Annedore Bauer), la compañera de Lovborg (Kay Schulze, soberbio), el amante maldito y perdido de Hedda. Se le podría reprochar que la ubicación del texto de Ibsen en nuestros días choca con algunos imperativos del original: cuesta un poco creer que un simple aspirante a catedrático como Jorgen Tesman (Lars Eidinger) pueda costearse una casa tan cinemascópica. O que la trepadora Hedda de hoy no haya intentado ligarse a un broker. O el recurso final, tan decimonónico, del juego de pistolas paternas. No nos pelearemos por eso: Ostermeier desenarca cualquier ceja por la precisión quirúrgica de la puesta en escena y su singularísimo tratamiento del tempo escénico. La función apenas dura dos horas y nada se apresura, pero la sensación de que todos están rodando pendiente abajo (al dulcísimo y venenoso ritmo de God Only Knows, por cierto) acaba siendo tan rotunda como asfixiante. Un espectaculazo.
A propósito de los montajes teatrales de Hedda Gabler, en Barcelona, y Rebeldías posibles, en Madrid
Dos. Rebeldías posibles, de Javier Yagüe y Luis García Araus, se ha convertido en un pequeño fenómeno de la cartelera alternativa madrileña: se estrenó el pasado 14 de febrero dentro del festival Escena Contemporánea y el éxito ha hecho que se prorrogue en cartel hasta el 1 de julio. Doy fe de la acogida: teatro lleno a rebosar de un público muy diverso, de todas las edades, que ríe, se emociona y se indigna (¡santa ira!) con lo que le cuentan. Rebeldías posibles habla de cosas que importan, cosas de cada día, por desgracia. Por ejemplo, que a un tipo como usted y como yo le timen 28 céntimos en una factura. Yagüe y García Araus comenzaron a trabajar a partir de una noticia de prensa. Su ciudadano de ficción se llama García y su historia teatral es la crónica de una ordalía y un feliz contagio. El reparto de la comedia está formado por jóvenes actores y actrices de la Escuela Cuarta Pared. Casi todos brillantes, con mucho futuro. Y presente, a juzgar por lo visto. García (José Melchor) es un hombre tranquilo y paciente dispuesto a llegar a donde haga falta para obtener justicia: "Si permitimos que nos estafen 28 céntimos, les animamos a que prueben con una cantidad mayor". Única pega del relato: García está casado, incomprensiblemente, con Julia (María Antón), dibujada como un bicho odioso y sin matices, arpía, hiperconsumista, periodista de telebasura. Nuestro héroe va a enfrentarse con su esposa, con su jefe ("su actitud puede extenderse como un virus entre sus compañeros"), con una abogada sacaliñas y, por supuesto, con la todopoderosa compañía Telefón, cuya estrategia consiste "en desgastar al reclamante para que abandone en algún momento del proceso". Por suerte, se encuentra en su viaje con un grupo de "oprimidos anónimos" a los que despertará de su letargo resignado y conformista. La primera conversa es Carmen (Asu Rivero), una estudiante de filosofía, emigrante, que malvive como secretaria y califica a García de "ingenuo, en el sentido del derecho romano: el que nace libre y no pierde su libertad". A Carmen se le ha hundido el techo de su casa por una fuga de agua: no puede vivir allí, pero ha de seguir pagando la hipoteca y el seguro. Conocemos luego a Pedro (Javier Pérez-Acebrón), un padre desesperado por la falta de atención médica a su hija anoréxica, Ana (Frantxa Arraiza), y a su contrapunto cómico, Luis (José Sánchez, la revelación del reparto), un lucidísimo alucinado que quiere apostatar de la fe católica ("yo no pedí bautizarme: abusaron de mí"). Se multiplican los avatares paralelos de cada miembro del grupo, que han tomado a García como su líder espiritual. Viñetas verídicas, muy bien observadas, en las que cualquiera puede reconocerse: el peloteo de excusas a la hora de asumir la responsabilidad del desastre doméstico de Carmen; el viacrucis sanitario de Pedro y Ana: historiales cambiados, atención grosera, consultas colapsadas. En una escena formidable, digna de Eduardo de Filippo, el apóstata Luis ocupa por azar el lugar de un cura en un confesionario y comienza a soltar verdades como puños a una hilera de presuntas pecadoras. Hay otro momento, intenso y dramático, que muestra el talento estructural de sus autores: cuando se revela, ya muy avanzada la comedia (y en el momento oportuno) la razón de la profunda amargura de Pedro. En el tercio final de la obra las reivindicaciones se radicalizan, y cuando el monstruo parece invencible y la comedia a punto de despeñarse hacia el melodrama, Yagüe y García Araus rematan la jugada con una pirueta briosa y esperanzada, y, no digamos más, espartaquista. Rebeldías posibles podría ser una pieza didáctica de Brecht, una parábola negra de Jorge Díaz, una llamada a la acción con la sorna combativa de Dario Fo, o uno de esos diáfanos y contundentes relatos africanos que últimamente pone en escena Peter Brook, es decir, que bebe de aguas claras y picantes, con su grado justo de gas carbónico, y puede funcionar muy bien, por tanto, en cualquier parte: en Roma, en Buenos Aires o en Mozambique.
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