¿Es positivo el bipartito?
En las últimas semanas hemos visto a gente que apoyó el cambio expresar en la calle su descontento ante ciertas actuaciones del actual gobierno con acusaciones incluso de "alta traición". Creo, por eso, que es importante responder a esta pregunta para tomar perspectiva y entender lo que esta coalición representa de nuevo en la historia de Galicia. Que el Gobierno bipartito era una insoslayable necesidad para el país lo demuestra el hecho de que es una convicción muy compartida la de que el éxito electoral de hace dos años fue debido no tanto a los méritos de la entonces oposición, como a una demanda fruto de cambios sociológicos de fondo.
Siempre es bueno subrayar que la hegemonía del Partido Popular, que parecía destinada a ser eterna, no sólo fue debida a los aciertos de Manuel Fraga al unificar la derecha local y a su calculada estrategia de ganar el centro, haciéndose con el logo de un cierto galleguismo. Ese partido tuvo también la inestimable ayuda de Francisco Vázquez, por entonces líder del PSdeG, que organizó con Fraga una especie de reparto de papeles donde al partido conservador le correspondían la Xunta y las Diputaciones y al PSdeG las grandes ciudades, dejando al BNG al margen. El BNG, por su parte, parecía disfrutar del ejercicio de una especie de peterpanismo político.
De hecho, el primer aviso de que estaba en marcha en Galicia un proceso que iba, finalmente, a acabar con la larga hegemonía del Partido Popular tuvo lugar en las elecciones municipales de 1999. En aquel momento las grandes ciudades dieron lugar a gobiernos de coalición PSdeG-BNG, que fueron el laboratorio en el que se fraguó la victoria en las elecciones gallegas de 2005. Fue el mandato de la población urbana de Galicia la que envió el mensaje. Y este fue recibido sólo porque contrariarlo resultaría suicida, como evidenció el ejemplo vigués. En ese sentido, no puede decirse que los dos partidos hoy en el Gobierno hayan poseído jamás una gran visión estratégica.
El Gobierno bipartito es pues, la expresión de transformaciones de largo alcance en la estructura social. Por primera vez en su historia Galicia es un país de población mayoritariamente asalariada. La figura del pequeño propietario rural ha casi desaparecido. La población, por tanto, se concentra en periferias y áreas urbanas en las que no es difícil percibir elementos de anomia. El cambio cultural ha sido fenomenal, y hoy nos las vemos con la presencia de un crecido número de licenciados, formados en las tres universidades para acceder al fascinante mundo del mileurismo. Todo eso, mal que bien, ha ido dejando su huella en las convocatorias electorales y en la propia composición y estructura de los partidos políticos.
La gran tarea del Gobierno bipartito es precisamente jubilar a un partido que amenazaba con enmarañar en sus redes de favores a más gente, sustituyendo el mérito objetivo, o la competencia abstracta del mercado, por un clientelismo que envilecía el nivel moral del país. El bipartito será un logro para el país en la medida de que esa lógica sea combatida. Es una exigencia de las sociedades abiertas que no prosperen aquellos que comparten sus escasas capacidades con sus aún menores escrúpulos.
Al tiempo, esa exigencia implica una renovación de ciertas elites. Sería incompatible con la democratización del país que los dos partidos se convirtiesen a sí mismos en correas de transmisión de poderes que están interesados en reproducir prácticas pasadas. Los empresarios no pueden jugar con las ventajas de economías subvencionadas, o en condiciones de excepcionalidad. Es bueno para la sociedad civil cultivar la autonomía respecto a un poder siempre dispuesto a comprar voluntades a módico precio.
El hecho de que el Gobierno no sea producto de una mayoría absoluta es, conociendo el país, algo muy bueno, dado que aumenta la competencia interna y limita su capacidad de control de la totalidad del espacio. Lo que Galicia necesita es fluidificar sus estructuras y relaciones sociales, promover el mérito y la innovación y también, si se quiere, aburguesarse, introducir los parámetros de una sociabilidad razonable, pluralista y confortable. Desde luego, es posible que para ello sean necesarias al menos dos legislaturas, pero si al cabo de ellas esa transformación de fondo no se hubiese producido desde luego se trataría de un fracaso colectivo y, sí, cabría hablar entonces de traición. No cabe duda, además, de que la responsabilidad tendría nombres y apellidos.
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