_
_
_
_
_
Elecciones 27M
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Las sillas

No saben quiénes somos, pero desde hace un par de semanas no pueden pensar en otra cosa. Nos desean. Se remueven en sus sillas y sueñan. No dejan de soñar con nuestros votos. Somos el fundamento de la democracia, es cierto; ellos (los candidatos) lo saben y lo admiten, pero somos también (y quizás ante todo) la llave de sus puestos de trabajo y el tornillo que los fija con fuerza (la fuerza de los votos) a sus amadas sillas, sillones y poltronas. La democracia, según cómo se mire, parece el escenario de una obra de Ionesco, es decir, una pieza con unas cuantas sillas que deben ocuparse. De nuestras intenciones depende su futuro: el de los candidatos, sí, pero también el de las sillas y sillones y escaños donde se sentarán los elegidos.

Nadie piensa, sin embargo, en las sillas. Es curioso. Nadie piensa que un día (un mal día) se le pueda romper una pata a una silla o ser pasto de la carcoma. A nadie le preocupa, al parecer, el inseguro porvenir de las sillas y su inmóvil cansancio. Nadie escucha sus quejas, sus crujidos como sordos lamentos. ¿A quién le importa la salud de las sillas? ¿Quién se hace cargo del peso que soportan? Creo que en Inglaterra existe un pueblo en donde los políticos son pesados antes y después de cumplir sus mandatos. Mal asunto si engordan. Malo para las sillas y quizás malo para otros muebles de la casa pública. Aquí nadie se pesa y, si lo hace, la báscula revela que nuestros candidatos, a pesar de su aspecto, son todos anoréxicos. Tres tristes esqueletos impecunes parecían los alcaldes de Donostia, Vitoria y Bilbao al mostrarnos su escueto patrimonio antes de la campaña electoral.

Nadie piensa en las sillas, o quizás lo que pasa es que pensamos que las sillas aguantan todo lo que les echen. Los candidatos aman a las sillas, no hay duda, pero a veces hay amores que atan. Los candidatos sienten un ardiente deseo hacia las sillas. Una ex parlamentaria de Unidad Alavesa se llevó a casa su escaño, enamorada de él, tan amoldada a él que decidió tenerlo para siempre junto a ella. Son historias de amor que humanizan a la clase política. Nadie puede saber el apego que un político llega a sentir hacia su asiento. Tenemos sólo indicios del amor que profesan a sus sillas, pero debe ser muy apasionado. Algo ocurre una vez que se sientan en ellas, un misterio gozoso, sin duda, algo que debe asemejarse al éxtasis. Es como si el sillón los transformase, como si diese forma a una ambición que tal vez ni siquiera conocían. Pero, sin darnos cuenta, ya estamos atribuyendo culpas a las sillas. Sin darnos cuenta estamos convirtiendo a las sillas en cómplices de no se sabe qué o de sí se sabe qué, pero las sillas son únicamente sillas.

El pasado fin de semana, en la plaza de Okendo de San Sebastián había unas pocas sillas y unos pocos oyentes sentados mientras el candidato a la alcaldía, el socialista Odón Elorza, exponía sus propuestas en materia de plazas y de espacios públicos. Más solo que la una. El candidato estaba, sin embargo, de pie. Es lo malo que tienen las campañas electorales. El candidato debe levantarse (aunque haya cuatro oyentes). No estaría bien visto que el candidato hable cómodamente sentado en una silla y detrás de una mesa. Hay que largar de pie. Los militantes son quienes están sentados en sus sillas plegables. Los candidatos sudan la camiseta y soportan en posición de firmes sus propios discursos, pero en el fondo sueñan con las sillas. Lo hacen todo pensando en las sillas. No en sentarse en las sillas, sino en la esencia misma de las sillas.

El ejercicio del poder, según Michel Foucault, genera resistencias, pero en el País Vasco no parece que sean demasiadas. Las sillas se han tenido que resignar al peso de sus inquilinos a lo largo de décadas. Si las sillas, al igual que las piedras, hablaran... Pero las sillas callan. Giulio Andreotti, la vieja salamandra de la política italiana, dijo aquello de que el poder desgasta sobre todo a quien no lo tiene. Y todavía más a quien lo pierde. Por eso los políticos con mando sienten auténtico pavor a perderlo y se adhieren de modo literal a sus sillas y agitan el fantasma de la abstención en sus mítines. Nadie quiere perder el contacto con ellas (las sillas). Ni las traiciones ni los navajazos de la vida política, ni las enfermedades ni los sapos tragados o por tragar son razones suficientes para romper la unión con sus poltronas. Decía Hobbes que sólo la muerte aplaca la sed de silla.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_