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Elecciones 27M
Columna
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El voto y el río

Llegamos casi con la lengua fuera tras el cansino maratón electoral, que parece más bien ideado para abrumar de trabajo a los periodistas, a los prolíficos gabinetes de Prensa y a los impresores de papeletas y propaganda adecuada. Hace años -ignoro si el hecho se repite- el mercado del papel mundial se resentía ante las elecciones norteamericanas. Crecía de tal manera la demanda interior que encontraba reflejo en las cotizaciones de este producto, nunca tan perecedero como el destinado a tales fines. El costo de las bobinas, las resmas, la propia tinta de imprenta experimentaban una sacudida al alza, que tardaba semanas en recobrarse.

Hoy nos bombardean las televisiones y las radios, pero no en la previsible medida que cupiera esperar, pues parece que la ciudadanía -¿por qué diablos nos llaman así?, como diría Juan José Millás- se está escorando hacia la indiferencia y en absoluto la contienda política contamina el ritmo de la vida social en consonancia con el estrépito que se organiza. No es malo que caigamos en estos costosos periodos -salen por un ojo del presupuesto- porque aceleran y rematan la actividad de los que temen irse y de los que confían en ocupar las plazas vacías. Según el jaez de los telediarios, nuestras autoridades a tiempo completo se desviven por la finalización de las obras públicas, casi cada día se inaugura un hospital, una escuela, un taller, un centro cultural. A veces los abnegados servidores se cruzan con airados grupos que piden otras cosas, algo que debería tener remedio y, en algún momento, coincidieran los moderadamente contentos con los institucionalmente insatisfechos.

Llama la atención en esta frenética campaña la desgana con que los políticos han tratado el asunto de su río
Vimos a la presidenta de chulapa y los cronistas echaron en falta el clavel, como el niño olvidado del 'donuts'

Llama la atención en esta última y frenética campaña la tibieza, la desgana con que los políticos enfrentados han tratado de un asunto emblemático en toda ciudad, que es su río. Porque tenemos ahí al Manzanares, sin que nadie sepa, a ciencia cierta y con el suficiente convencimiento, qué hay que hacer con él. Se le ha querido navegable, levantando presas que nos dejen sus delgadas aguas; un alcalde tuvo la humorada de convertir en realidad la expresión "al agua, patos", que se supone acabaron en ollas y cazuelas de mal nutridos ribereños. Tampoco quedó descartada la drástica solución de taparlo y que transcurriera como una alcantarilla mal localizada.

Vimos a la presidenta de la Comunidad ataviada como una chulapa y los avispados cronistas echaron en falta el clavel, como el niño olvidado del donuts. O el fornido candidato al Ayuntamiento, provisto de la gorra de visera, el pañuelo al cuello y el aire de lanzador de jabalina. Pero pocos recuerdos para el pobrecito río que, a pesar de contar con varios bellísimos puentes, no atrae a los madrileños hasta sus orillas. Me contaron, hace mucho tiempo, que una noche sevillana, quizás paseando el vino fino en el estómago y el salado regusto de los tacos de jamón, dos grandes amigos, creo que Edgard Neville y Antonio Lara, Tono, se acodaron en la pasarela del puente de Triana, cuando empezaba a desperezarse la madrugada. Contemplaban el lento transcurrir del Guadalquivir camino de las marismas. En medio de una larga pausa, cuando desaparecía la última estrella, suspiró uno de ellos:

-¡Y pensar que a este río le he visto yo nacer! Fue hace años, en las afueras de Cazorla...

El resto de la charla se ha perdido, mientras echaban silencios al agua, como si fuera comida para los peces. No da para tanto nuestro Manzanares, pero tampoco merece el desentendimiento, aunque sólo sea por los siglos de los siglos que pasa, como de puntillas, por el lado sur de esta ciudad. Tiene poco tirón y nos recuerda a esas desventuradas criaturas, poco afortunadas, todo el año medio escondidas y a las que acicalan y ponen un vestido nuevo para que un día las vean las visitas. Es nuestra paradoja electoral, el envés de aquella promesa del candidato ruso que ofreció construir un puente, precisamente en aquel pueblo que no tenía río. Para completar la parábola de la perplejidad, ¡qué poco se ha dicho de ese otro pequeño caladero de votos que son los cementerios, de los que, con satisfacción hay que decirlo, la villa de Madrid se encuentra bastante bien surtida y tranquila ante la pujanza estéril de los tanatorios incineradores. Si no pillara tan lejos, quizás me asomaría al puente de Toledo, o al de Segovia, y desde su pellejo barroco dejar caer en la corriente el barquito de papel de mi papeleta.

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