Perezcan los bosques y las aves
Los fuegos se multiplicaban como las obsesiones en la cabeza de un loco. No habías terminado de atender una obsesión aquí cuando se manifestaba otra allí. Había obsesiones con cuatro o cinco frentes, todos ardiendo al mismo tiempo. Los telediarios parecían el delirio de un paranoico. Me persiguen, me queman, hay una trama para carbonizarme. Pero las llamas eran reales, quemaban de verdad, y avanzaban hacia los núcleos de población y hacia las casas solariegas con una determinación animal, con una voluntad incompresible de hacer daño. No necesitaban llamar a la puerta, porque el calor que las precedía reventaba los cristales, dejándoles el paso expedito. Tras la pantalla del televisor, reventaban -horrorizados- los vasos de la cocina, las jarras de agua, los frascos del jarabe para la tos, los termómetros de mercurio. Se derretía el mango de los cazos, de las sartenes; se ponían al rojo vivo los alfileres, los dedales, las agujas de ganchillo; se licuaban las junturas de goma de la nevera, dejando una ranura por la que fuego llegaba a los yogures, a los 100 gramos del jamón de York, a las pechugas de pollo congeladas. En los establos, las vacas mugían aterradas, los caballos golpeaban el suelo con las patas delanteras, las gallinas, sacando alas de donde no las tenían, obraban el milagro de volar un metro más de lo que su naturaleza les tiene acostumbradas.
No sabemos en qué orden morían los seres vivos. No tenemos ni idea de si empezaron a caer las moscas y les siguieron las libélulas y tras ellas las mariposas y después los lagartos y más tarde las aves y así sucesivamente, hasta llegar al hombre, o viceversa. Lo cierto es que donde Dios dijo háganse los bosques, el fuego parecía decir perezcan los árboles, y donde la Biblia dice háganse las aves, el fuego gritaba desaparezcan los pájaros, que morían, histéricos, en pleno vuelo, agitando las alas como locos en medio del puré irrespirable formado por el humo. Llovían organismos.
La locura, el delirio, la alucinación, como ustedes quieran, duró 15 días, se prolongó a lo largo de las dos primeras semanas de agosto de 2006, acabando con el 3,80% de la masa forestal de Galicia, más de 78.000 hectáreas. Haga la división usted para ver cuántos campos de fútbol salen, pues tal es la unidad de medida a la que más se acude en estos casos. Miles de campos de fútbol, cada uno con su bosque de especies autóctonas o de eucaliptos y cada árbol con sus hongos, sus líquenes y con su fauna, distinta según atendamos a su base, a sus raíces o a su copa. Cabe decir que pereció un alfabeto entero, un sistema de signos, incluso miles de construcciones sintácticas. En la foto que aparece junto a este artículo tienen una. El cuerpo de ese caballo hinchado y con las patas retorcidas era el día anterior una frase perfectamente construida, cargada de sentido, con cada uno de sus accidentes gramaticales colocado en su sitio. El paisano lo observa con una mezcla de extrañeza y espanto porque no le han enseñado a leer este idioma inverso. Quizá no ha llegado, en su lectura de la Biblia, al Apocalipsis. Aunque no llueve, se protege ingenuamente con un paraguas de la que está cayendo.
No hubo, según el informe de la Guardia Civil, trama. Hubo locura suelta a granel y viento a espuertas y ausencia de humedad, valga la paradoja, a mares. Cuando todo acabó (en el caso de que haya terminado) Galicia parecía el negativo de una fotografía en blanco y negro.
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