Palop, el monumento
Aunque fue un partido memorable, la final de la Copa de la UEFA nos dejó un resabio de amargura y otro de resignación: el de amargura porque el Espanyol también habría merecido premio; el de resignación porque la proeza del portero Andrés Palop es una experiencia irrepetible.
Durante mucho tiempo hemos sido testigos de las aventuras de porteros que no aceptaban los límites de su oficio ni de su territorio. ¿Cómo olvidar a René Higuita, el alegre saltimbanqui colombiano que estaba en la higuera? ¿Cómo ignorar las travesuras de José Luis Chilavert? A la menor oportunidad, aquel gañán paraguayo abandonaba la portería, tomaba carrerilla, se asentaba sobre las corvas, daba un resoplido y golpeaba el balón con la sutileza de un carnero.
En cambio, Andrés Palop no aspiraba a conseguir la gloria fuera de la portería. Siempre vestido de oscuro, sin duda para confundirse con su propia sombra, se conformaba con la soledad de su barraca y admitía sin reparos la sobriedad que el fútbol impone a los vigilantes. El aire rústico de su figura, su barba cerrada, su piel curtida y sus arrugas de jornalero respondían exactamente a esa filosofía de vida. Puesto que en su mundo la hipertensión era una necesidad y la discreción un recurso imprescindible, sería un hombre de confianza. Aceptaría la dedicación incondicional de quienes juegan en equipo.
Quizá por eso y porque entendía la paciencia como una forma de lealtad, tampoco rechazó el papel secundario que le asignaron en el Valencia, su club-escuela. El prestigioso Cañizares, con su cabeza oxigenada, su mirada de gato y su larga trayectoria profesional, le precedería en el escalafón. Seis años más tarde, casi media carrera después, convencido de que el pan hecho en casa se cotiza poco, decidió marcharse. Desde entonces juega para el Sevilla.
Y ahora, en su segunda temporada, se ha permitido una de las exhibiciones de versatilidad más extraordinarias de todas las épocas. En Ucrania, por ejemplo, decidió abandonar la portería en el último minuto: su equipo estaba eliminado y al partido le quedaba el córner del perdón. Llegó al área del Shakthar Donetsk, se clavó en el piso, apretó los riñones y metió un cabezazo de especialista que devolvía a su equipo la vida y la iniciativa. Ante el Espanyol, aún más, alcanzó el ideal de la jugada de ataque: detuvo un balón, aprovechó el impulso para lanzar un pase, metió a Adriano en el callejón del 11 y abrió la final para el Sevilla. Luego, acabada la prórroga, voló tres veces y atrapó el título. Había hecho por primera vez el trabajo del goleador, el trabajo del asistente y, por supuesto, el trabajo del portero.
Al final del partido le entregaron un trofeo del tamaño de un pisapapeles. Tendrían que haberle alzado un monumento.
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