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Columna
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El dios de las pequeñas cosas

Lo primero que llamó mi atención fue la fotografía de unas sandalias abandonadas en la arena. Una imagen limpia, de verano y dos muchachas, Marta y Jara, jugando a encontrar piedras de colores. La playa es distinta de las que hay por aquí, una playa del noroeste con barcas de pesca y redes tendidas a secar. La conozco bien porque es la cala agreste donde paso todos los veranos, en la ensenada de Bueu. Muy cerca hay un astillero y una isla con una ermita del siglo XV y una taberna de pescadores donde acabamos siempre los románticos incurables brindando por la puesta de sol. Seguro que las dos chicas que buscaban piedras de colores también andaban por allí, pero el azar no quiso que nos encontráramos todavía. Una piedra roja, una piedra azul, una piedra amarilla es una de las autobiografías más cortas de la literatura, la que Marta Pérez Martín, la hija de Peridis, escribió antes de que la muerte la sorprendiera con sólo 32 años.

¿Y qué pasa cuando una chica llena de sueños, con una cámara de fotos, unas sandalias y unos ojos ávidos por comerse el mundo, se descubre un pequeño bulto en el cuello? Pues pasa que la maldita puesta de sol se va a tomar por el saco directamente. Eso es lo que pasa, por lo menos al principio. Después las cosas comienzan a verse de otra manera y entonces la chica se acuerda de aquel verano, de la sensación de pisar la arena con sus pies desnudos, del ruido de las persianas cuando la casa empezaba a despertarse con olor a café, de las peleas por la ducha... y así la vida vuelve a cobrar cierto sentido. "Siempre pensamos que lo peor que te puede pasar, por ejemplo, es que estés con oxígeno y creas que te va a venir la regla", escribe Marta, "o que estés en radioterapia y se te inflame el tiroides, o más duro aún, que tu chileno se vuelva a su país..." Lo cierto es que a veces el dios de las pequeñas cosas es bastante exigente y nos pide cuentas por todas las ocasiones en las que no hemos estado a la altura de la felicidad que nos brindaba. Hay quien renuncia incluso a su propia biografía y vive la de otro, pensando que quizá así será el otro el que se muera en su lugar. Pero Marta no quiso hacerse trampas y por eso se agarró a la vida hasta el final.

El problema se planteó a la salida del hospital. Cualquier chica con mucho cine en la retina se ve volviendo a casa como una lánguida Audrey Hepburn, con gafas negras y un foulard al cuello. Pero lo que la vida nos devuelve es una muchacha destrozada por la quimio, con jersey de rayas y un abrigo demasiado grande por encima del pantalón del pijama, llorando a lágrima viva y diciendo que ella con esa pinta no piensa salir a la calle. Todos lo achacaron al miedo a abandonar el mundo seguro de los goteros y las enfermeras. Porque ¿quién demonios va a pensar en el glamour cuando se está muriendo? "Pues yo", dice Marta. Y desde luego nadie le podía negar ese derecho. Qué se vayan enterando los médicos de lo que le pasa por la cabeza y por el corazón a una mujer de 32 años con linfoma de Hopkins. Marta era una chica lista que antes de morir se sentó en las escaleras de casa para escribir en su cuaderno las cosas que de verdad importan en la vida, cosas pequeñas y livianas como piedras de colores: una piedra roja, una piedra azul, una piedra amarilla...

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