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Crítica:EL LIBRO DE LA SEMANA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La memoria y sus huecos

En 2006 se produjeron en Alemania dos escándalos literarios igualmente impostados y manipulados que, en un disimulado intento de descrédito, ponían en la picota a dos de sus escritores políticamente más incómodos: Peter Handke y Günter Grass. A pesar de su desafuero, Grass no fue del todo inocente del revuelo mediático orquestado alrededor de su autobiografía Pelando la cebolla, puesto que participó activamente en él con entrevistas y los adelantos en el Frankfurter Allgemeine sobre la revelación sensacionalista de un aspecto de su pasado, silenciado desde los años sesenta: su pertenencia, a los 17 años, a la artillería de tanques de las Waffen-SS. El libro consiguió unas ventas y, como efecto secundario, propició la recusación de la talla moral del escritor.

PELANDO LA CEBOLLA

Günter Grass

Traducción de Miguel Sáenz

Alfaguara. Madrid, 2007

456 páginas. 21,50 euros

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Testigo de su época

Que Grass se alistó voluntario y creyó en el Führer hasta el final, ha sido desde siempre de dominio público, en un autor que ha dedicado su obra a denunciar el torcido destino de la juventud "seducida por el nazismo". Por tanto, no eran esos datos difundidos en la autobiografía -que sólo sacan de dudas al lector que desconozca El tambor de hojalata y Años de perro- los que provocaron la indignación social. Ésta apuntaba más bien en otra dirección: a la sobredimensionada figura pública del premio Nobel (auto)erigido en conciencia de la nación, que en tantas ocasiones había aleccionado a los alemanes sobre la radical importancia de sincerarse sobre el pasado.

En este sentido, la lectura de Pelando la cebolla resulta poco satisfactoria. No acomete un examen de conciencia convincente, ni profundiza en el ejercicio de introspección. Al conocedor de su obra, el libro decepcionará por su contenido -ceñido al periodo de 1939 y 1960-, puesto que, como constata Grass una y otra vez, precisamente de la primera época, su memoria conserva poco; y desconcertará por su presentación: la metáfora de la cebolla de la memoria que, al ser pelada, revela verdades que hacen llorar, no deslumbra precisamente por su sutileza; aparte de que el relato se prodiga en obviedades, frases hechas y expresiones trilladas.

Lejos de problematizar el deterioro de los recuerdos ("a la memoria le gusta remitirse a los huecos"), Grass se da licencia para recurrir a la imaginación. Así, casi imperceptiblemente, la transición entre memorialismo y ficción se hace fluctuante. Y este rasgo calculadamente híbrido, aunque forma parte del atractivo del libro, está en abierta contradicción con su propósito declarado de desenmascarar las "historias mentirosas" y separar fabulaciones y vivencias. Grass va hilando anécdota suculenta tras anécdota suculenta -la mayoría conocidas de las novelas- y consigue un relato excitante y legible -traducido con soberbia precisión y soltura por Miguel Sáenz-, pero deja fuera la indagación en la verdad. Si algo se echa en falta en la confesión de errores, omisiones y falsificaciones, tan largamente desplegada, es una actitud interrogativa, un impulso de querer saber el origen del fracaso moral del joven soldado y de los que le educaron. Grass no se cansa de hablar de la vergüenza de no haberse sabido formular entonces las preguntas necesarias, considera un "paso fatal" haberse alistado voluntariamente, pero en ningún momento duda de sus motivaciones o de la educación de sus padres. Su relato otorga plena comprensión a su veleidad juvenil, pero no a su incapacidad de indignación, ni revela por qué las terribles experiencias bélicas -descritas con magistral plasticidad- no causan una impresión suficientemente grave en el adolescente para inducirle a una reflexión crítica y derribar su confianza en la victoria final.

El método de Grass es hacer, dentro de lo posible, de la necesidad virtud. Habiendo explotado su material autobiográfico en las novelas, se declara su beneficiario por imperativo profesional. De ahí que el lector deba contentarse con las "sobras, guardadas por casualidad"; buena parte de las casi 500 páginas se rellenan con suposiciones y contemplaciones previsibles o poco significativas. Como único comentario al suicidio de Hitler averiguamos que el joven Grass no sintió mucho su pérdida y que los demás "tampoco parecían echar de menos" al Führer. Con excepción de las extraordinarias páginas en las que habla de la relación con su madre, nunca llegamos a saber nada específico de este narrador, pues se presenta como un chico cualquiera que cometió los errores de un chico cualquiera. Sólo se intuye el malestar que el hombre maduro manifiesta respecto a ese muchacho, en su reticencia para decir "yo". Grass advierte ya en la primera página de "la tentación de disfrazarse de tercera persona", pero no se resiste a ella; prefiere pensar que ese yo de entonces "se ha perdido y le queda como un pariente lejano". Así se distancia de los aspectos menos aceptables de su propia persona y puede mantener intacta la imagen de sí mismo, construida a posteriori: un hombre que, motu proprio, habla de vergüenza y de culpa, que se presenta a juicio y él mismo se absuelve con gran ceremonia; un fabulador que, no sin orgullo, se reconoce "egómano", sin necesidad de cuestionar esa imagen suya del gran escritor al que el éxito le ha dado la razón.

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