El motín de Getafe
El Getafe de Bernardo Schuster nos ha puesto a pensar. Anunció durante la semana la remontada del año y se despachó el partido del siglo. Por lo que vimos, la indumentaria de diseño del Barcelona, un conjunto color calabaza, no pareció impresionarle gran cosa: se agrupó en su polígono industrial, bajó de la taquilla ese uniforme suyo que parece la metáfora del mono de dril, se colgó las herramientas del cinturón, esperó a que el árbitro tocara la sirena, salió en busca de sus adversarios y les dio cuatro capas de pintura en la cara; la última, de color nazareno.
¿Qué pasaría por la cabeza de los alegres chicos de Laporta ante un zarandeo tan inesperado? La visión de aquellos jornaleros debió de provocarles una pereza infinita. ¿Qué pretendían ahora? ¿No tenían bastante con el exquisito repaso del Camp Nou? ¿No les había dedicado Lionel Messi uno de esos goles que marcan las diferencias de jerarquía y se graban para siempre en la memoria de la competición? ¿No quedamos en que tres goles de ventaja convierten un partido de vuelta en un trámite? ¿No habían visto la arrogante exhibición de La Romareda en los cuartos de final? Qué gente tan tozuda.
Mientras algunos líderes políticos aprovechaban el tumulto para meter la goleada de matute en sus primeros mítines de campaña, los teóricos del futbolín describieron la epopeya como Dios manda y movilizaron todos los tópicos de la galería, incluidos David, Goliat y los filisteos. Fue tiempo perdido; aunque admite tantas interpretaciones oportunistas como la pintura abstracta o los movimientos de la bolsa, sabemos que el fútbol suele ser un simple reflejo del estado de ánimo y que como tal tiene razones que la razón no entiende.
Pero podemos especular. Es probable que el resultado se cocinase durante la semana en los bares de la periferia, cuando Güiza y sus muchachos descubrieron que el camarero, el vendedor de lotería, la chica del cuarto izquierda y otros figurantes del barrio seguían creyendo en ellos.
Y, por supuesto, luego comprobarían que Schuster, un isidro con acento prusiano, estaba convencido de que podían sorprender al Barcelona con el paso cambiado. Para ellos, la despreocupación de aquel bicho raro que renegó de la selección alemana con poco más de veinte años era el argumento definitivo. Con el paso del tiempo iba tomando el aire rechoncho de un patriarca vikingo, pero su filosofía de labrador, siempre atinada, infundía una confianza sin límites. Según cuentan, se acercó a la barra, pidió un enorme plato de jamón, se sintió inspirado y dijo simplemente Nos los vamos a zampar.
Su intuición era impecable: en las grandes ocasiones, el fútbol no es una simple cuestión de habilidad. Es sobre todo una cuestión de hambre.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.