Para políticos, los míos
Se nos han descolgado a destiempo el calor de agosto y las oportunidades de enero, y el público anda sofocado y a punto de que le de un patatús, entre tantos sudores y promesas electorales. Los partidos políticos, ya sean de los de mucha e interesada clientela o bien de los de poca, pero abnegada militancia, cuando llega la temporada de los comicios se ponen en campaña, como las grandes superficies comerciales y las tiendas de toda la vida, y aunque no te ofrezcan ni un sujetador ni un nórdico, sí te ofrecen nada menos que una fachada litoral, un centro de congresos, una pista de esquí artificial, un campo de golf, con centro de salud, un trasvase del Ebro, botijo a botijo transportados épicamente por el propio Camps y los costaleros de la patronal, o una gran perspectiva soterrada, junto al Mediterráneo. Y todo por un solo voto. La semana pasada aún era tiempo, para las quinielas de tertulia o los sondeos a pie de cerveza, y cada cual iba, sin apearse del burro. Y de pronto, suena el pistoletazo de salida y el CIS, ¡zas!, le hace un corte de mangas a vaticinios e ilusiones, y anuncia que Camps gobernará con una sobrada mayoría la séptima legislatura valenciana. El jueves pasado, sin ir más lejos, cualquiera podía ocupar el Palau o la alcaldía de su pueblo, pero el CIS ha sentenciado que el PP está por dar un sensible estirón en esta autonomía, en la que hasta algunas caras son de cemento, bien armado y mejor pagado. Si el CIS fuera infalible como dicen que son los Papas, apaga y vámonos. Pero el CIS, además de sus muy sonadas pifias, ha puesto en el frigorífico un considerable porcentaje de indecisión, que puede deshelarse, si suena la flauta como debe sonar. Una vez consumado el ritual estético de la pega de carteles, los candidatos se han echado a los mercados de verduras, a las plazas públicas, a los barrios deprimidos o a los eventos del deporte internacional, para declamar su inventario de promesas, en medio de charangas e imprecaciones. En el arte de conocerse la calle, pocos como aquellos charlatanes ambulantes de cuchillas de afeitar o jarabes para la tos, que formaban corros multitudinarios, detenían el tráfico y terminaban vendiendo hasta su propia corbata. Si los candidatos a escaño o bancada de cabildo supieran del oficio, de su desparpajo y proximidad, lo tendrían chupado. Pero en esta competición, algunos contendientes más que vender, compran dependencia, complicidad y silencio; en tanto otros no pueden ni quieren ofrecer sino ética, dignidad, distribución justa de la riqueza común y transparencia en la gestión que les confíe la ciudadanía. No tienen en la manga un Agag -con perdón-, ni un Ecclestone, ni un Camps, ni un Rajoy que meta la democracia en un circuito de F-1. Tienen, eso sí, un concepto más saludable del urbanismo, del medio ambiente, del país y de la sociedad. Que cada vecino lleve su conciencia a la urna. Es su responsabilidad. Así lo han dicho un par de grandes políticos. Oiga usted, caballero, para políticos, los míos.
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