Un trago amargo, uno dulce y otro suave
NUEVE DÍAS en Mauritania significaban un viaje excitante que nos ayudaría a salir de la monotonía laboral de Madrid. Pero al final, el recorrido que realizamos en 4×4 a través del desierto, visitando las principales ciudades caravaneras, se convirtió en un viaje interior por la inmensidad del desierto.
Seis horas separan la capital, Nuakchot, del oasis de Terjit, nacido en la grieta de una montaña y adornado con bellas palmeras. Fue allí, bajo la luz de la luna, donde Abdala, uno de nuestros guías, nos preparó un vaso de té: el primer sorbo, amargo como la vida; el segundo, dulce como el amor, y el tercero, suave como la muerte.
A tres horas de este paraíso terrenal llegamos a Chingueti, la séptima ciudad santa del islam. Su ciudad vieja alberga antiguas bibliotecas con viejos manuscritos que hablan del pasado esplendor de la ciudad, en la que se llegaron a reunir 5.000 camellos en un solo día. Declarada patrimonio de la humanidad, Chingueti lucha para que no la engulla el desierto, cuya inmensidad encoge el corazón de quien lo mira. A varias horas de Chingueti se encuentran las ruinas de Wadan, ciudad fundada en 1141. Un proyecto español forma a guías para que muestren la ciudad a los turistas, una iniciativa que contribuye a salvaguardar la cultura del lugar y a su desarrollo económico.
Tras visitar otros pueblos como Atar y Azugui regresamos a Nuakchot, urbe tomada por las cabras, burros, vehículos destartalados y por la basura que se acumula en sus calles. Lo más interesante de Nuakchot es el puerto, sobre todo a las cinco de la tarde, cuando los cayucos regresan de un día de pesca y la playa se llena de los colores alegres de las barcas y el bullicio de los pescadores.
Pero tal vez lo más bello de Mauritania sea su gente. Personas con un pasado nómada para las que la hospitalidad es la norma, y que siempre comparten lo poco que poseen.
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