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Columna
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Los sindicatos

Los sindicatos UGT y CC OO han inaugurado sus nuevas sedes en Granada. Los sindicatos cambian de domicilio, firman un contrato nuevo con la luz y con el agua, clavan en las paredes recién pintadas las fotos de sus abuelos venerables y precisan una dirección moderna en el remite de las cartas que van a escribir, siempre destinadas al futuro. Una mudanza se hace con un ojo puesto en el pasado y otro ojo en el porvenir. El aire de acontecimiento que tuvieron los actos de inauguración, presididos por Cándido Méndez y José María Fidalgo, demostraron el respeto social y la utilidad cívica que ha alcanzado el sindicalismo en la vida democrática española. Propiciar un trabajo digno, seguro y con un salario justo, supone el compromiso más serio que una sociedad puede tener con los individuos. Responsabilizarse de un trabajo bien hecho supone el mejor compromiso que un individuo puede tener con la sociedad. Por eso la sede de un sindicato es el lugar donde la historia suele poner los pies en la tierra, algo muy conveniente, porque la historia, aunque se le acuse de realista, está demasiado acostumbrada a irse por los cerros de Úbeda, dominada por las quimeras de los débiles y por las fábulas de los poderosos.

La expresión ganarse la vida tiene un sentido ético, más allá de su implacable significación económica, que pertenece no sólo a los que están en la historia, sino a los que laboran, elaboran, hacen la historia. Conviene escuchar la palabra de los que se levantan todas las mañanas para trabajar. Sus conflictos y sus exigencias suponen una negociación cotidiana con la realidad y saben mejor que nadie qué se está discutiendo en cada caso y hasta dónde se puede llegar.

Pero además de la significación social del trabajo, el respeto del que gozan los sindicatos se debe también al papel que han jugado en la historia reciente de España y en la lucha por la libertad. Parece que todo ocurrió hace un siglo, y se trata de un tiempo que todavía nos pisa los talones en las fotografías, los recuerdos personales y las caras de los amigos. La mitología democrática de la transición tiene muchos padres, casi siempre grandes nombres con vocación de señores de la patria, que se pavonean de haberse sentido liberales (por la cuenta que les traía), tolerantes, capaces de cortar sus lazos sólidos con el franquismo y de regalarle la libertad a los demás. Cuesta mucho, por el contrario, que se reconozca el papel de los trabajadores, de la gente que necesitó conquistar sus derechos uno por uno, empezando por el derecho a la vida democrática, con un ojo en los andamios y otro en las ventanas de las cárceles. José María Fidalgo, que nunca militó en el PCE y que defiende celosamente la independencia sindical, quiso reconocer en la nueva sede de CC OO la importancia histórica de una militancia comunista capaz de sacrificarse hasta la muerte en nombre de las libertades y de la dignidad de los trabajadores. A los asistentes al acto se les había repartido el libro De la clandestinidad a la legalidad. (Breve historia de las Comisiones Obreras de Granada), de Alfonso Martínez Foronda. En sus páginas podemos recordar historias que están ahí, a pocos años de distancia, porque forman parte de la vida reciente de Granada. Volverán al drama de los albañiles tiroteados en la huelga de 1970, a las palizas que Paco Portillo recibió en la comisaría, a las detenciones de Pepe Cid de la Rosa y de Emilio Cervilla, a la dignidad y la complicidad de sus mujeres. Encarcelado Emilio Cervilla, su mujer se puso a pedir limosna para alimentar a siete hijos. En su barracón de La Virgencia estaban escondidos varios millones enviados por la solidaridad obrera para mantener la huelga. Prefirió pedir limosna a coger el dinero por su cuenta.

No sé si es grave que las banderas rojas hayan pasado de moda. Pero sí es grave que pase de moda el ejemplo de estas gentes. Hay valores humanos que están por encima de los intereses egoístas individuales. Conviene cambiar de sede, pero no de condición, ni de conciencia.

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