Indecencias
Que el mundo está lleno de injusticias lacerantes, de crímenes impunes, de abusos y brutalidades de todo orden es tan evidente que resulta tópico recordarlo: desde Darfur a Guantánamo, desde Irak a las selvas de Colombia, desde Chechenia a esa pobre adolescente kurda, lapidada por sospechas de defección religiosa, sobre la que nos informaba EL PAÍS el pasado martes. En este triste contexto, cuando uno lee en las páginas de información internacional que alguien -alguien relevante- califica algo de "indecente", experimenta un sobresalto, y piensa hallarse ante un asunto de veras grave. Pues bien, recientemente, a finales de la pasada semana, tuvimos dos impactos de ese tipo; nos llegaron dos denuncias de "indecencia", procedentes ambas de medios oficiales de un mismo y poderoso Estado: la República Islámica de Irán.
El primer suceso indecente tuvo lugar en la ciudad balneario egipcia de Sharm el Sheij, en el extremo sur de la península del Sinaí. Como colofón de una conferencia internacional sobre Irak, los ministros de Asuntos Exteriores de la región -más la secretaria de Estado norteamericana- habían sido invitados por el anfitrión egipcio, el pasado día 3, a una cena en los jardines del hotel Sheraton. Sin embargo el canciller iraní, Manuchehr Mottaki, se marchó precipitadamente a poco de llegar, en señal de protesta por lo que calificó de "indecente vestido" de la violinista ucraniana que amenizaba la velada.
A pesar de mi esforzada búsqueda en la Red, no he sido capaz de encontrar una imagen del vestido culpable. Se sabe que era un traje de noche, rojo y discretamente escotado -en un país musulmán, y dada la naturaleza del acto, tampoco cabe imaginar a la violinista en plan stripper-, pero es lógico que, antes del incidente diplomático, ningún periodista hubiese reparado en él como posible elemento noticioso. En cambio, Associated Press sí distribuyó una foto de la violinista de marras tocando en el hotel la noche siguiente: lucía un vestido largo, negro, de cuello bastante cerrado... aunque con hombros y mangas de gasa algo transparente. Sospecho que tampoco hubiese merecido la aprobación del ministro Mottaki.
La segunda indecencia había tenido lugar el día anterior, el miércoles 2, en Teherán, y su protagonista fue nada menos que el presidente de la República, Mahmud Ahmadineyad. Se celebraba el Día del Maestro, y alguien tuvo la feliz idea de invitar al acto oficial a la que había sido la maestra de párvulos del jefe del Estado, una venerable septuagenaria que compareció cubierta de pies a cabeza con el preceptivo chador. Quizás al verla después de muchos años Ahmadineyad sintiera una genuina emoción, o tal vez quiso exhibir su faceta más humana: el caso es que el presidente (pueden contemplar la escena en la foto que publicó este diario el día 5 en su página 7) tomó la mano derecha de la anciana -mano enguantada de negro, a juego con el chador- y depositó sobre ella un filial, respetuosísimo beso. ¡En mala hora! Por increíble que parezca, el ultraconservador Ahmadineyad tiene a su derecha sectores todavía más rigoristas y reaccionarios, que se apresuraron a acusarle de "indecente", de "inmoral" y de violar "la ley islámica".
A la vista de estos episodios, uno se pregunta qué tienen en la cabeza la clerigalla iraní y sus monaguillos laicos; qué grotesco concepto de la moral y la decencia es el que se mide por los centímetros cuadrados de piel -de piel femenina- a la vista; qué idea de las mujeres, y de la especie humana en general, poseen quienes las obligan a andar cubiertas de negro, quienes prohíben a una pareja cogerse de la mano, quienes llevan casi tres décadas imponiendo la segregación por sexos en tantos espacios educativos, deportivos o de ocio de la vieja Persia. Hay que estar muy, muy enfermo del espíritu -el fanatismo religioso es la más cruenta de las enfermedades- para percibir algo pecaminoso o lascivo en el hecho de que un antiguo alumno bese la mano de la vieja maestra que seguramente, en su día, le limpió los mocos, y que hoy podría ser su abuela.
Pero lo más preocupante es que no estamos describiendo la conducta de una pequeña secta estrambótica, sino actitudes oficiales u oficiosas de un régimen que gobierna sobre casi 80 millones de personas e influye sobre bastantes millones más en Líbano, en Irak, en Pakistán, etcétera; de un régimen que controla uno de los mayores grifos petroleros del planeta y alberga enormes reservas de hidrocarburos; de un régimen dotado no de uno, sino de dos grandes aparatos militares: las Fuerzas Armadas convencionales y los Guardianes de la Revolución, el ejército ideológico de los ayatolás. De un régimen para el cual los usos internacionales y las convenciones diplomáticas son algo que se maneja discrecionalmente, a conveniencia: quedó claro con la toma de la embajada de Estados Unidos en Teherán de 1979 a 1981, y ha tenido confirmación con la reciente captura de los marinos británicos en aguas del golfo Pérsico. Estamos hablando de un régimen con rotunda vocación de hegemonía regional y decidido a dotarse del arma nuclear pese a las resoluciones en contra de Naciones Unidas.
Se equivocaría quien creyese que no existe ningún vínculo entre la espantada del ministro, o el escándalo de la maestra, y la política exterior iraní. En todos los casos se trata de lo mismo: de cómo se relaciona la teocracia persa con el resto del mundo, con el mundo "infiel", "apóstata" o "indecente" y sus valores democráticos, laicos, tolerantes y de igualdad entre sexos. El otro día, en Sharm el Sheij, el ministro Mottaki invocó, contra el vestido de la violinista, "los estándares islámicos". ¿Qué estándares? ¿La consideración de la mujer como un ser inferior e intrínsecamente pecaminoso, el ahorcamiento de los homosexuales, el exterminio de los bahais, la represión de la disidencia política? ¿Es con esos estándares con los que debemos dialogar e incluso establecer una "alianza de civilizaciones"?
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.