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Tribuna:DIETARIO VOLUBLE
Tribuna
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Viaje a Liubliana

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Imaginaba una Liubliana cubierta por un mar de niebla que dejaba extasiado al viajero. La capital de Eslovenia siempre me remitió a esa idea de bruma, misterio y lejanía. La visité la semana pasada esperando encontrarme con un lugar parecido a Brigadoon, aquella aldea de película en la que sus habitantes vivían y vestían como en el siglo XVIII, pues sobre el lugar pesaba un hechizo que hacía que sólo apareciera la aldea en medio de la niebla un día de cada 100 años... Y efectivamente, en Liubliana me encontré con una pequeña ciudad hechizada. Pero sin bruma ni excesivo misterio centroeuropeo, ni mucho espacio para un viajero romántico. Cinco grados más que en Barcelona y la gente vestida de verano. Restaurantes, tiendas de diseño, bares a la última moda. Liubliana, que tiene algo de Estocolmo o de ciudad suiza de los Balcanes, no llega a los 300.000 habitantes. Civilizada, culta, elegante y silenciosa. Ha estado olvidada durante mucho tiempo, pero últimamente se recupera de las trazas sórdidas de la represión. Hay tres puentes, un río, un dragón, tres fuentes, un castillo, una leyenda que dice que la ciudad la fundó Jasón. En los agradables cafés del Tromostovje se oye el paso lento del río Liublianica y, si se aguza bien el oído, también el paso mismo del tiempo.

En su arquitectura, la ciudad recuerda esencialmente a Graz y Salzburgo, pero también a Praga y Amsterdam. El Tromostovje o puente Triple, que es el más utilizado y admirado de los tres que atraviesan el río, fue creado en la década de 1930 por el arquitecto Jože Plecnik, aventajado discípulo de Otto Wagner que añadió al puente de piedra que ya existía dos suplementarios destinados a los peatones. La huella del virtuoso Plecnik (1872-1957), al que sectores conservadores quieren ahora santificar como si de un Gaudí esloveno se tratara, se observa en muchas partes de la ciudad: la Biblioteca Nacional y Universitaria, las iglesias de San Francisco y San Miguel, el metafísico cementerio de Zale.

2

Era de noche y había neblina. Y James Joyce iba en ferrocarril hacia Trieste. Creyendo que había llegado a su destino, descendió por error en Liubliana. El poeta Aleš Steger me cuenta esto en un café del Tromostovje, y sonríe. James Joyce viajaba con toda su familia hacia su nuevo trabajo en Trieste y, como no disponía de dinero para pasar la noche en un hotel de Liubliana, se quedó allí en la estación Central aguardando a que pasara el tren del día siguiente. A primera vista, la historia del error por la niebla podría parecer una metáfora de la odisea general joyceana y también de la recepción de su obra en Liubliana, pero lo cierto es que la obra de Joyce ha estado siempre presente en fracciones vanguardistas de la ciudad, incluso en tiempos de oscuridad y comunismo: fracciones hoy guiadas por el originalísimo Slavoj Žižek, del que acabo de leer su inquietante En defensa de la intolerancia.

"En el modernismo", escribe Žižek en un ensayo de hace años sobre Joyce, "la teoría sobre la obra se incluye en la obra: la obra es una especie de ataque preventivo a las posibles teorías sobre la misma". A causa de esto, Žižek deduce que es absurdo reprochar a Joyce que no escribiera para un lector ingenuo, sino para alguien que tuviera la posibilidad de reflexionar, es decir, para alguien que pudiera leer con énfasis teórico y al que podríamos considerar un científico literario. Y concluye Žižek: "Es que esa aproximación reflexiva en modo alguno disminuye nuestro goce de lectura, sino más bien lo contrario: la complementa con el añadido del placer intelectual, que es una de las marcas del verdadero modernismo".

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El gozo intelectual es el título precisamente del último libro de Jorge Wagensberg, un apasionante conjunto de prosas que reivindican el afán de saber (esencial para sentirse vivo) y el placer que éste nos procura. Ciencia y literatura. El gozo intelectual parece escrito por un científico literario que al mismo tiempo es un sabio narrador. En sus páginas se puede pasar del tema nada desdeñable de la memoria de las hormigas a una sarta de historias tan impagables y antológicas como Tradición y síncope, que tiene su epicentro en el pintor Ángel Jové y su inolvidable relato, tan increíble como la vida misma, de la gata Negrita.

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El país tiene dos millones de habitantes. Aire alpino descendiendo verticalmente en busca del mar. Pequeño país poético y seductor, fronterizo con Italia, Austria, Hungría y Croacia. Hasta la Primera Guerra Mundial, Eslovenia perteneció al Imperio Austrohúngaro. Después, fue parte de Yugoslavia. En 1991, proclamó con éxito su independencia. En Eslovenia el goce intelectual es una tradición, y hay verdadera pasión por la cultura; tiene 200 casas editoriales, y el Estado se desvela por la preservación de la lengua.

Por la tarde cruzamos en diagonal el joven país independiente. Vamos de Liubliana a la extraña y remota ciudad de Maribor, donde a la hora en que llegamos domina el crepúsculo más profundo. Evitamos las metáforas mientras cenamos en silencio. Melancolía. Cuando regresamos a Liubliana, estoy una media hora sentado en un banco de la estación Central tomándome un café de máquina frente a la oficina de turismo ya cerrada y leyendo a Srecko Kosovel (1904-1926), un genio y a la vez un meteoro de la poesía eslovena, traducido por el granadino Santiago Martín: "Liubliana duerme./ El conductor del tranvía duerme./ En la cafetería Europa/ se lee el periódico Slovenski Narod/ Chasqueo de bolas de billar". Una pausa. Slovenski Narod significa nación eslovena. Es agradable estar sentado de noche en la estación Central oyendo pasar los trenes que vienen y van mientras Liubliana duerme y Europa es una cafetería gigantesca, donde escribir es perder países y dibujar nuevos mapas en la ceniza que nos dejaron los ímpetus de la experiencia.

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