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De Irak, armas y paz

En marzo de 2003 se iniciaba la guerra de Irak. Algunos, más que otras veces, dijimos que esa guerra era absurda (¿ha servido de algo?), falsa (los argumentos justificatorios eran excusas inconsistentes) y contraproducente (¿están las cosas mejor ahora que hace cuatro años?). Y, como toda guerra, inhumana: el coste en vidas es, ya, irreparable.

Cuatro años más tarde, los tres líderes políticos que impusieron la guerra al mundo han reconocido su error: a pesar de asegurar y jurar que en Irak había armas de destrucción masiva... éstas no han aparecido y, finalmente, han admitido que se equivocaron.

Es curioso, sencillamente han dicho esto: "nos equivocamos". Sin más. Ni han sido juzgados, ni han dimitido, ni tan sólo han pedido perdón por una guerra que ha causado la muerte de cerca de 100.000 personas (en los recuentos más bajos) y un máximo de 700.000 (según el estudio publicado en la revista The Lancet). Y... continúa.

Imaginemos que un vecino de un inmueble se lía a tortas con una familia del piso de abajo porque la acusa de estar haciendo obras ilegales que atentan contra la estabilidad del edificio, aunque el presidente de la escalera y el concejal de distrito hayan dicho que no tienen constancia de estas obras. Al cabo de un rato, con el piso de abajo destrozado y varios familiares heridos o huidos, va y el tipo admite que sí, que se equivocó, que no había obras ilegales. Y, aun así, continua en el piso, sin ningún tipo de sonrojo o aflición. Sin exagerar, es precisa y exactamente eso lo que ha pasado con la guerra de EE UU y el Reino Unido en Irak. Sin duda, algo falla -y, por lo tanto, algo debería cambiar- en nuestro sistema internacional a la hora de garantizar de forma efectiva el respeto a los derechos humanos y a las normas básicas de convivencia y justicia.

Algunos también dijimos que luchar contra las armas de destruccion masiva era un objetivo loable y necesario. Que poco tenía que ver, eso sí, con bombardear y destruir países, sino, más bien con una política de impulso y apoyo decidido de los tratados globales de desarme. Estos tratados, en buena parte, han contado con la frialdad -cuándo no con la oposición activa- por parte del principal promotor de la guerra de Irak. Y es que, la verdad, mientras algunas de las principales potencias del mundo no den ejemplo (EE UU no ha ratificado todavía el tratado para la prohibición de los ensayos nucleares de 1996; Gran Bretaña acaba de aprobar la renovación de su arsenal nuclear, etcétera) difícilmente se puede prentender que todo el resto de países hagan lo correcto.

Pero, además, no podemos olvidar el grave impacto de las armas ligeras: son las que más matan. Según el informe que la red mundial IANSA presentó en 2006, cerca de 1.000 personas mueren al día por causa de pequeñas armas. Por eso, Kofi Annan acertó a decir que eran, de hecho, "las auténticas armas de destrucción masiva".

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Así, debemos avanzar seriamente hacia la erradicación y control de las armas de destrucción masiva por su potencial peligro pero sin olvidar que es preciso controlar las armas ligeras y convencionales por su real y contrastado resultado de muerte.

Después de mucho esfuerzo y trabajo, la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó a finales de 2006 estudiar la creación de un tratado mundial para regular el comercio de armas. Teniendo en cuenta el inmenso drama que supone el descontrol armamentístico, parece muy poco. Pero ésa es la realidad: disponemos de controles de todo tipo sobre temas nimios y, en cambio, no hay controles, ni supervisión, ni tan sólo información precisa sobre las transferencias de un producto tan dañiño como las armas.

No sólo la industria militar está interesada en evitar el control. También los grupos y gobiernos que están detrás de las compras o de las ventas. Con alta coherencia, una vez más, EE UU fue el único país que se opuso a la aprobación de esta resolución. También, todo hay que decirlo, se abstuvieron Arabia Saudí, China, Irán, Israel, Pakistán, Rusia y Venezuela que, muy inteligentemente, dejaron a EE UU como pantalla de la negativa para quedar en un discreto segundo plano. Como se ve, enemigos acérrimos en muchos aspectos, pero fácilmente se pusieron de acuerdo en no apoyar una decisión básica para la seguridad humana más elemental como el control y la no proliferación de las armas. Significativo.

Sin embargo, muchos otros gobiernos han empezado a entender que con la inacción, pasividad o participación activa en la irresponsabilidad armamentística, no se puede avanzar hacia un mundo más pacífico y seguro. El Gobierno español, sin ir más lejos, hizo en la conferencia de Revisión de las Armas Ligeras en Nueva York una apuesta firme por el control. Este discurso, por arte de magia, ha desaparecido cuando se ha puesto a redactar el anteproyecto de Ley sobre el Control del Comercio de Armas.

Ahora que vamos a revivir con emoción esa impresionante movilización cívica contra la guerra de Irak, bien estará señalar que para construir la paz es necesario concretar las explosiones esporádicas de buenos sentimientos con compromisos activos, firmes y coherentes favorables a la paz, el desarme y la protección de los derechos humanos. Trabajar eficazmente, por ejemplo, para conseguir el control del comercio de armas es un primer paso, entre muchos otros. Esperemos que el recordatorio de los anhelos de paz tan masivamente expresados sirvan de acicate para enderezar el trabajo pendiente. Porque, aunque algunos pretendan obviarlo, manifestarse contra la guerra de Irak, ayer, tiene bastante que ver con apostar, hoy, por el control del comercio de las armas.

Jordi Armadans es politólogo y director de la Fundació per la Pau.

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