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Columna
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Nazareno

Manuel Vicent

El nazareno vestía un hábito morado con capirote amarillo y arrastraba unas cadenas con los pies descalzos detrás del paso de un Cristo durante la procesión del Viernes Santo, junto con otros penitentes de vía dura. Llevaba un hachón encendido en la mano. De pronto, en medio del sonido de trompetas y tambores de unos legionarios, a este nazareno le vibró el móvil en un bolsillo del pantalón y tuvo que hurgar en la faltriquera por los entresijos del hábito hasta que consiguió atraparlo. Le llamaba su hijo desde el laboratorio de biología molecular de Ottawa, en Canadá, donde este joven trabajaba como investigador. El padre atendió la llamada mientras a su alrededor un coro imploraba el perdón de Dios por no se sabe qué clase de pecados. Su hijo le dijo que acababa de recibir una distinción por un trabajo sobre las deformaciones cromosomáticas del cerebro que propiciaban el mal de Alzheimer. A través del teléfono la alegría del joven rebotaba en un satélite y bajaba hasta la capucha del nazareno y a su vez al laboratorio de Ottawa llegaba un coro de ánimas que cantaba: "Perdón a tu pueblo, Señor, no estés eternamente enojado". Uno celebraba en Canadá un éxito de la ciencia; otro arrastraba unas cadenas en un Vía Crucis en el fondo de España para dar gracias a Dios por haber salido vivo de una operación de colon. El nazareno tenía dos vástagos más. Una hija de 20 años estudiaba física matemática en Berlín con la beca Erasmus y había aprovechado las vacaciones de Semana Santa para viajar con un amigo holandés a un poblado de Ruanda a enseñar los primeros números a unos niños. Por las aberturas del antifaz el nazareno sólo veía a un Cristo coronado de espinas entre sayones llevado por los costaleros, pero a su lado caminaban unos empalados y detrás iban unos disciplinantes dándose latigazos en las espaldas llenas de bubones sangrantes. El tercero de sus descendientes se había quedado en casa. Era un esteta que para conmemorar el Viernes Santo esa noche puso en el equipo de música el Réquiem de Mozart y lo escuchaba junto a una botella de oporto, mientras escribía notas para una charla sobre el cambio climático. El domingo de Pascua pensaba ir de excursión a la sierra. Después de las lluvias de Semana Santa el valle estaría lleno de espárragos silvestres y si su novia le hacía con ellos una buena tortilla, esa sería la mejor forma de celebrar que Dios había vuelto a resucitar igual que el año pasado. Entre el nazareno y sus hijos había más de tres siglos de distancia.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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