¿Adónde va Rajoy?
Joaquín Calomarde, diputado del PP, publicó hace unos días en EL PAÍS (valiente gesto), bajo el título El Partido Popular necesario, un conjunto de clarividentes reflexiones sobre la actual política española en general y sobre la de su partido en particular. No lo comentaré con el detenimiento que merece. Primero, porque sé que no le haría ningún favor: los sectarios siempre toman el reconocimiento del adversario como un síntoma inequívoco de traición. Y segundo, porque tengo la convicción de que con muchos como él en la dirección del PP, España saldría ganando, pero los socialistas tendríamos enfrente a un competidor mucho más difícil de batir en nuestro común afán de obtener la confianza de la mayoría de la sociedad española.
Una sociedad que el propio Calomarde define -con absoluta precisión- como prudente, pragmática, moderna y sensata. Me permito añadir: sólidamente democrática y al fin plenamente europea, tanto en los valores que defiende como en los problemas a los que se enfrenta. Precisamente por ello, una sociedad en la que se entiende mal que la distancia entre el neoliberalismo conservador y la socialdemocracia se convierta en el atrincherado foso de incomunicación y de odio político que la estrategia de los actuales dirigentes del PP ha abierto en la vida política y en los sectores sociales más sujetos a su influencia. El discurso del PP en esta legislatura me recuerda a esos partidos de fútbol que se siguen por la radio, en los que uno o varios enardecidos comentaristas convierten cada jugada en un terrible sobresalto, cada minuto en una ocasión para el infarto y el conjunto de la retransmisión en un embarullado griterío que hace imposible enterarse de lo que realmente sucede en el campo, pero que logra alterar el ánimo del oyente más sereno y circunspecto. Supongo que se trata precisamente de eso: de excitar las emociones aunque sea sacrificando la percepción de la realidad tal como es, o incluso creando una realidad imaginaria.
Veamos. Por una parte, tenemos un país democrático con un sistema político estable, integrado en un proyecto supranacional de largo alcance -la Unión Europea- y con instituciones aceptadas por todos; con una economía que está ya entre las diez más prósperas del mundo y que en los últimos años muestra una fortaleza y una salud envidiable; con un sistema de protección social muy razonable y un escaso nivel de conflictividad laboral; y naturalmente, con los problemas que caracterizan a las sociedades desarrolladas de nuestra época: la incertidumbre ante el futuro, la necesidad de adaptarse a un nuevo marco económico y tecnológico, los fenómenos de exclusión social, el impacto de la inmigración, el deterioro del planeta que amenaza el futuro de todos... Una sociedad en la que los ciudadanos se preocupan por cuestiones como la vivienda, la sanidad, la educación, los servicios públicos, la seguridad, la estabilidad en el empleo; todo lo que se relaciona con lo que hemos dado en llamar calidad de vida.
Esa es la España que cualquier observador puede ver. Pero luego está la España que pinta Rajoy: un país descoyuntado y a punto de desmembrarse, en el que la gente vive asustada, con un gobierno de enloquecidos radicales que fomenta el separatismo y protege a los terroristas cuando no se somete a sus dictados; un país en estado de emergencia en el que está plenamente justificado que cientos de miles de ciudadanos se lancen espontáneamente a la calle todos los sábados por la tarde clamando por lo único que puede salvar a la patria en peligro: el regreso de Acebes y Zaplana al poder. Admito que es más emocionante, pero tiene un pequeño defecto: es mentira.
Nadie le pide a la oposición que no se oponga o que aplauda todos los días al Gobierno. El problema está en el terreno que ha elegido para hacer oposición. No encontrarán en los discursos de Rajoy menciones a la economía, la sanidad, la vivienda, el empleo, la educación o el medio ambiente. Desconocemos su opinión sobre todo eso. En tres años, no ha sido posible debatir con el PP sobre estos temas ni contrastar las políticas del Gobierno con las propuestas de la oposición. Son asuntos baladíes que nada tiene que ver con los ciudadanos, cortinas de humo con las que Zapatero pretende distraer la atención de lo único que interesa: su maquiavélico plan para entregar España a Otegui, con la ayuda de Polanco.
Es cierto que España necesita un centro-derecha moderno, moderado y libre de complejos del pasado. Pero la política del PP en estos tres años ha supuesto un retroceso de décadas en el largo y tortuoso caminar de la derecha española hacia ese modelo. Es evidente que si el PP tiene arreglo, no pasa por estos dirigentes. Su propósito de desestabilizar al Gobierno por la vía de montar una cacerolada permanente con el terrorismo como pretexto es algo más que una involución ideológica: es una brutalidad política que no podría asumir ningún líder de la derecha europea y que desacredita para siempre a quienes la han inspirado.
Cuentan que Picasso pintó el retrato de una dama al estilo cubista y cuando se lo mostró a la interesada, le dijo: y ahora, señora, a parecerse. El problema no es que Rajoy dibuje una imaginaria España catastrófica y convulsa, sino que parece haber decidido poner todo de su parte para que la realidad se parezca al cuadro que él ha pintado. Uno no puede dejar de preguntarse: ¿Por qué a la derecha le costará tanto trabajo abandonar el poder con normalidad? Rajoy empezó siendo un error de quien, henchido de soberbia, le designó con el único propósito de cerrar el paso a otros sucesores con más brillo. Pero la ofuscación de la derrota está haciendo que aquel error se convierta en un problema para España. La solución, como siempre, está en las urnas.
José Blanco es secretario de Organización del PSOE.
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