El caníbal
Hace siete años, en los Juegos Olímpicos de Sidney, un chaval llegó de tapadillo a la final de los 200 metros mariposa. Michael Phelps había conseguido su plaza en el equipo estadounidense con sólo 14 años. Había nacido un niño prodigio, pero en Sidney nadie reparó en el joven fenómeno. La atención estuvo puesta en los formidables duelos que libraron el australiano Ian Thorpe y el holandés Pieter van den Hoogenband. Pocas sorpresas han sido comparables en el deporte a la derrota de Thorpe frente a Hoogie en la final de los 200 metros. El australiano no sólo perdió en una distancia que dominaba con puño de hierro, sino que lo hizo en su ciudad y frente a su público, que no salió de su conmoción. Había una buena razón para la perplejidad: Thorpe quizá era el mejor de todos los tiempos, el único capaz de discutirle la supremacía al norteamericano Mark Spitz, ganador de siete medallas de oro en los Juegos de Múnich 72.
No ha habido nadie más consistente, más versátil y más dominador. Ni siquiera Spitz
Phelps fue quinto en la final de los 200 mariposa, pero su última recta fue tan increíble que no pasó inadvertida para nadie. El chico tenía madera de campeón. Un año después batió su primer récord del mundo. Desde entonces no ha parado. Ganó ocho medallas -seis de oro- en los Juegos de Atenas de 2004, con sólo 19 años y convertido en multimillonario gracias a sus prodigiosas actuaciones en las temporadas anteriores. Sostenido económicamente por unos impresionantes contratos publicitarios, Phelps desayunaba, comía y cenaba piscinas. En esos términos lo definió Rafael Escalas, el gran nadador español de finales de los setenta. Phelps ha nacido para nadar y arrollar. Nada le ha distraído hasta ahora. Ni la fama, ni el dinero, ni su impresionante colección de récords ni el traslado desde su Maryland natal hasta Michigan siguiendo los pasos de Bob Bowman, el entrenador que le descubrió.
Después de siete años en la cumbre, asombra que Phelps no pierda el apetito competitivo. Su voracidad permanece intacta. Después de dominar las pruebas de mariposa -sólo en su velocísimo compatriota Ian Crocker ha encontrado un rival de verdad- y en las de estilo, Phelps comenzó a probar en los 200 metros libre. No parecía su estilo natural, aunque su clase es indiscutible. Tercero, tras Thorpe y Van den Hoogenband en la célebre final de los 200 metros en Atenas, se interpretó que nunca alcanzaría la excelencia en esta prueba. Pero es hora de decir que Phelps es el mejor nadador que jamás se haya visto. Ayer destrozó el récord mundial de Thorpe, una marca que se antojaba inalcanzable ahora y en muchos años. Pues no. Phelps decidió romper con sus rutinas habituales -salida lenta, control en la parte media de la carrera y final devastador- para lanzarse a una aventura imprevista. Salió como un tiro, marcó los mejores tiempos en cada parcial y terminó arrollador. No sólo batió la plusmarca, no sólo se convirtió en el primer nadador que baja de 1m 44s y no sólo borró a Thorpe de la tabla de récords. Hizo mucho más: erigirse en el mejor de siempre. No ha habido nadie más consistente, más versátil y más dominador. Ni siquiera Spitz.
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