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Columna
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RODADA EN 1942, Érase una vez un padre, o, como se ha traducido ahora en castellano con motivo de su recuperación y su comercialización en nuestro país, Había un padre, es, sin duda, una de las obras maestras más características del cineasta Yasujiro Ozu (Tokyo, 1903-1963), cuyo cine se centró casi exclusivamente en la representación de la vida social y familiar de Japón durante el periodo en que él vivió, que es el de la traumática modernización de este imperio milenario, orgullosamente aislado de Occidente durante cuatro siglos. En la antípoda de la grandilocuencia formal y simbólica, lo asombroso y admirable de la estética cinematográfica de Ozu es, a mi parecer, cómo nos muestra la vida cotidiana de gente anónima con tal intensidad emocional y profundidad, y con tal suerte de despojamiento formalista o, si se quiere, con tal austeridad, que el espectador de cualquier parte de nuestro planeta, sepa o no sepa nada de la sofisticada cultura histórica de Japón, que evidentemente se trasluce a cada paso y detalle en sus filmes, se siente de inmediato implicado.

Había un padre no puede tener un nudo argumental más simple: un profesor de química de enseñanza media, se queda viudo, aún en plena juventud, asumiendo la educación de un hijo varón de corta edad, a lo que se entrega, en principio, con una natural devoción filialmente correspondida. No obstante, un desgraciado accidente durante una excursión escolar, en el que uno de sus pupilos pierde la vida, le hace sentirse hasta tal punto responsable que decide abandonar definitivamente su carrera pedagógica, aunque nadie le eche la culpa, ni los propios padres de la víctima, de la fortuita muerte. Sea como sea, al perder su puesto profesional, se ve impelido a buscar trabajo en Tokio y a separarse físicamente de su amado hijo, con el cual ya sólo ocasionalmente podrá restablecer la anhelada vida cotidiana en común, porque, cuando él está a punto de jubilarse y su hijo es un reputado profesor de matemáticas, lo que, por fin, hubiera facilitado su aproximación, muere de un ataque cardiaco. El asunto es, así, pues, cómo un padre y un hijo se pueden entender y amar a pesar de la distancia, o, lo que es lo mismo, cómo un padre muestra a un hijo a ser padre.

Que sin acudir a la menor alharaca efectista en esta narración, un espectador occidental se sienta magnetizado, de principio a fin, por esta acción tan elemental y desnuda, hay que atribuirlo al genio de Ozu; pero lo más sorprendente, a mi juicio, es que sea a costa del hoy, en nuestra cultura, casi estigmatizado "amor vertical", que es como aquí se me ocurre llamar al afecto patrilineal, ese mismo que nosotros hemos desacreditado desde todos los puntos de vista hasta llegar psicológicamente a adscribirlo bajo un amenazante síntoma morboso: el complejo de Edipo. No cabe duda de que las grandes revoluciones de nuestra época exigían desatar los inhibidores vínculos tradicionales, pero no está mal que, desde el lejano Extremo Oriente, alguien nos explique, con sencillez y hondura, el envés de nuestras arrolladoras ganancias.

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