Apocalipsis chicano
Son tantos los pintores incluidos en esta muestra y tantas sus diferencias que quizá lo mejor sea adoptar como hilo de Ariadna, que impide extraviarse en el laberinto colorido y neobarroco que componen sus obras, el concepto de Apocalipsis cultural, acuñado por Ernesto de Martino. Para este filósofo italiano el Apocalipsis cultural se produce cuando la sociedad tradicional es subvertida hasta el punto de que sus integrantes se ven obligados a utilizar el lenguaje no como un medio normal de comunicación sino como el último recurso para afirmar la propia existencia, amenazada de muerte por la desintegración de la sociedad que hasta entonces la hacía posible.
En una situación así de extrema lo que se impone es decir: "Ojo, que yo estoy aquí, que algo pinto aunque parezca que ya no pinto nada". Es esta clase de vehemencia, digamos expresionista, la que imprime carácter a los pintores reunidos en esta exposición y la que conecta muy bien con el estado de ánimo de los chicanos; el término ambiguo y polisémico que designa a los mexicanos de ambos lados de la frontera que actualmente separa su país del país que antes fuera también suyo, y cuyas autoridades, sin embargo, se permiten todavía la injusticia de expulsarlos o marginarlos. O ambas cosas a la vez.
En 1969, el dramaturgo y cineasta Luis Valdés y el poeta Alurista publicaron el Plan Espiritual de Aztlán, en el que se inspiraron la mayoría de los pintores reunidos en esta impactante exposición
En una situación así, en la que desarraigados como los indios en su propia tierra o desarraigados de su tierra por su emigración al Norte existían sin existir, es decir, sin ser vistos, que se producen movimientos como el de los pachuchos, ese dandismo extendido en los años cuarenta del siglo pasado por las comunidades chicanas afincadas en las grandes ciudades de América que, con su interpretación fantasiosa de la estética acuñada por Cantinflas, Tintán y otros grandes cómicos de la edad dorada del cine mexicano, intentó hacerse notar en las calles contraponiendo su estridente imagen a la imagen moderna y deportiva del héroe juvenil anglosajón, pletórico de salud y energía, que ya estaba siendo elaborada por Hollywood.
Esta afirmación de sí la juventud chicana resultó por lo demás tan desafiante que el episodio concluyó con una violencia inusitada en el Zoot-Suit Riot de 1943, cuando soldados y marines americanos apalearon sin compasión en la calle a los pachucos, sin que les importase un higo el inquietante paralelismo entre lo que ellos hacían y lo que habían hecho poco antes los camisas pardas con los judíos en las calles de la Alemania nazi. Pero esa razzia se demostró en definitiva inútil porque la voluntad de los chicanos de reivindicar tanto su condición de ciudadanos americanos de pleno derecho como de ejercer el derecho a elaborar su propia imagen en la sociedad por excelencia de la imagen resurgió una y otra vez en los años cincuenta y sesenta.
En 1969, justamente, el dramaturgo y cineasta Luis Valdés y el poeta Alurista publicaron el Plan Espiritual de Aztlán, en el que se inspiraron la mayoría de los pintores reunidos en esta impactante exposición. La evocación de Aztlán le dio a ese manifiesto la clase de dimensión legendaria que Virgilio le imprimió a la Eneida, remitiendo el origen de Roma a Troya, pero tuvo igualmente propósitos políticos, por cuanto la invocación de Aztlán -la tierra mítica del suroeste americano de donde habrían emigrado las tribus que fundaron el imperio azteca- intentaba suturar la brecha entre los descendientes de los mexicanos que se habían quedado en sus tierras luego de que éstas fueran ocupadas por los anglosajones y los que llegaban a ellas viniendo del sur colonizado en su día por los aztecas. Con mano de hierro, como bien lo supo Hernán Cortés, que aprovechó hábilmente la resistencia de los pueblos del istmo a la dominación azteca para imponer la suya propia. Aztlán podía servir inclusive de lugar de encuentro imaginario con una tercera categoría, la de los inmigrantes venidos del sur de segunda y hasta de tercera generación, que ya eran o por lo menos se sentían plenamente americanos.
Ahora bien, esta recuperación
legendaria de lo que, como nuestro paraíso judeocristiano, nunca se tuvo, le sirvió a los artistas y a los pintores chicanos para afianzarse y reelaborar o dar carta de ciudadanía estética tanto a las prácticas de agitación y propaganda generadas por el activismo social y político chicano como a las expresiones de sus tribus urbanas, enfrentadas ejemplarmente a su propio Apocalipsis cultural en Los Ángeles, esa megalópolis imaginaria, inhóspita y desorbitada. Esa "capital del siglo XXI" que empezó a serlo antes de que el siglo XX terminara con el apagón simbólico de Nueva York causado por la irremediable destrucción de sus Torres Gemelas. El veterano Frank Romero, autor del extraordinario mural Going to the Olympics, pintado por encargo de las autoridades en un muro de la autopista 101, ha contribuido a la imagen de la ciudad incorporando a su pintura las palmeras inconfundibles así como los coches tuneados por los low riders, mientras que Wayne Alaniz Healy, perteneciente a una saga de muralistas, ha reivindicado al pachuco y ha compuesto cuadros con las figuras emblemáticas del guerrero azteca, el conquistador español y el insurgente mexicano. Chez Bohorquez, aparte de interpretar a su manera la explosión colorista e imaginativa de los tag, compuso el Señor suerte, un icono que ahora es utilizado por las bandas callejeras en sus tatuajes. Y Patssi Valdez ha involucrado su condición femenina a su arte mediante autorretratos, pinturas de vírgenes y diosas e interiores domésticos. En ellos y en el resto de los artistas incluidos en esta muestra hay algo, un tono, una exageración, una vehemencia, un mal gusto si se quiere, muy angelinos en que da cuenta hasta qué punto los chicanos han sido capaces de contribuir a producir la clase de imágenes que identifica a la ciudad fundada por el sargento mayor Pedro de Córdova y Figueroa, tan distante y tan distinta de las imágenes irrefutablemente modernas asociadas a Nueva York. A su cine. Y a su arte. Uno se siente, inclusive, tentado a descubrir un significado oculto y a la vez revelador en el hecho de que la artista y escritora catalana Mireia Sentís haya decidido convertirse en la comisaria de una exposición de reivindicación de lo chicano como ésta, que bien puede entenderse como una refutación de Nueva York, a cuyo arte experimental de los sesenta/setenta ella dedicó un libro memorable. O por lo menos, como su adiós al Manhattan que tanto amó y todavía ama.
Los pintores de Aztlán. Casa Encendida. Ronda de Valencia, 2. Madrid. Hasta el 3 de junio.
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