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Columna
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Bagatelas para un desastre

Jaime Ignacio del Burgo, uno de los principales tifosi de la teoría de la conspiración, acaba de declarar que Aznar se equivocó al avalar la guerra de Irak y que no debió estar en Las Azores. Justifica la equivocación por los datos que poseía el entonces presidente sobre la existencia de armas de destrucción masiva en Irak, datos suministrados por los servicios secretos de dos potencias militares -UK y EEUU- y en los que se podía confiar. Aznar habría apoyado la invasión de Irak porque estaba convencido de que Irak poseía esas armas, versión cándida de los hechos que daremos por buena a efectos retóricos. Aznar, sin embargo, declaró hace unos meses no que entonces sabía, o creía, que había armas de destrucción masiva, sino que "entonces no sabía que no las había", maravillosa doble negación que no ha suscitado demasiada atención y que define toda una forma de hacer política.

Normalmente, se sabe o no se sabe que algo, cualquier cosa, existe, y se actúa en consecuencia. Cuando algo no existe podemos saber también, por supuesto, que no existe, pero ya me dirán ustedes qué clase de objetos son aquellos que podemos no saber que no existen. ¿Puedo no saber que no existe una silla? Si tengo dudas de su existencia, me bastará con comprobarla y salir de dudas, y así podré saber si existe o no, en ningún caso podré no saber que no existe. Bueno, no en ningún caso, pues eso será factible en caso de que la existencia de la silla sea una fantasía que ha de mantenerse como tal, o que sea una creencia. Ahora bien, el creyente está muy convencido de la existencia del objeto en el que cree y sólo puede decir de él que sabe que existe. Podrá decir también que sabe que no existe una vez que haya dejado de creer en él, circunstancia que le permitirá afirmar igualmente, refiriéndose al pasado, que entonces no sabía que no existía. Como el creyente en Dios, Aznar ni sabía ni dejaba de saber; era, simplemente, un creyente en la existencia en Irak de armas de destrucción masiva.

Ésa su condición de creyente le puede salvar quizá de ser un mentiroso, aunque evidencia en él una debilidad muy peligrosa para ser un buen gobernante, o al menos para ser un buen demócrata. Es, además, una debilidad que se le ha manifestado ya en otras ocasiones. El 11-M, por ejemplo, a Aznar le ocurrió algo similar y no sabía que no había sido ETA -lo que, seguramente, le libró de ser un mentiroso- y es muy posible que siga sin saberlo, algo que también le sucede, al parecer, al señor Del Burgo. Como con las ADM de Irak, Aznar el 11-M creía en que había sido ETA, y le debe de ocurrir lo mismo con la ruptura de España, la entrega de Navarra, la rendición ante ETA y tutti quanti. Él cree en esas cosas, no es que sepa que ocurren, y acaso tengan que pasar unos años para que nos reconozca que "entonces no sabía que no ocurrían". La teoría de la acción preventiva se sustenta en creencias, no en saberes, no en hechos, y no cabe duda de que Aznar es un converso a esa fe -un renacido-, fe que orienta en la actualidad una forma de hacer política especialmente dañina. Bajo sus efectos, no es preciso respetar tampoco la presunción de inocencia. Se puede creer perfectamente en que alguien es un asesino, pues luego siempre nos quedará la fórmula salvífica de reconocer que "entonces no sabía que no lo era". Creemos en Dios para salvarnos, o creemos en la fidelidad de Fulanita para lo mismo. Quedan por dilucidar los motivos que nos llevan a creer en todo aquello que nos ronda por la cabeza y a hacer de la creencia una forma de vida. Quizá se deba a que es la forma idónea de acceder al poder soslayando toda condena: más de medio millón de muertos después o tras arremeter contra todas las instituciones, basta con proclamar "entonces no sabía que no existían" para salvarse.

Decía hace unos días Alfredo Pérez Rubalcaba que el PP busca a ETA desesperadamente. Es una impresión que a día de hoy comparten muchos ciudadanos, pero puede que sea equivocada. Como Aznar, también el PP practica la política preventiva, que se sustenta en algunas creencias. Cree, por ejemplo, en la maldad congénita del PSOE y en que nada bueno puede esperarse de él. No serían ellos, sino los socialistas, quienes buscan ansiosamente a ETA para saciar su necesidad de maldad. Ignoro cómo se puede deshacer una creencia, y acabe como acabe la aventura emprendida por Zapatero para terminar con ETA, siempre habrá motivos para seguir creyendo en su maldad intrínseca: se habrá vendido España si acaba bien, y se habrá alimentado a ETA si ésta vuelve a las bombas. ¿Y si tienen razón?, se preguntará el sufrido lector. Sólo me queda responderle que hay formas y formas de acceder a la razón o de conocer en política. Convertir ésta en un ejercicio de pitonisas o en un acto de fe no es precisamente la más defendible de ellas. Sobre todo, por el daño causado si uno se equivoca.

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