La torre de los divorciados
¿La Justicia puede producir guetos? Y, si los produce, ¿las instituciones públicas tienen que encargarse de organizarlos y plantar rosales a su alrededor? Esas dos preguntas inquietantes se le vinieron a la cabeza a Juan Urbano nada más sentarse en una cafetería para desayunar y leer el periódico, como cada mañana, y tras encontrarse de cara, en las secciones de Madrid de los diarios, con las promesas de los políticos en campaña, que intentaban clavar sus banderas en un nuevo colectivo. Sí, porque hoy en día las elecciones ya no se intentan ganar adoctrinando a las masas, sino parcelando la sociedad en colectivos, como si fuera un queso, seguramente para ahorrar tiempo y recaudar los votos de mil en mil.
Hoy las elecciones ya no se intentan ganar adoctrinando a las masas, sino parcelando la sociedad en colectivos
Hacer política y atenerse a la corrección política es tan distinto que, por lo general, es todo lo contrario
Esta vez, el colectivo en cuestión era el de los divorciados, y el que se comprometía a darle pisos de alquiler barato a esos exiliados, huidos o, según los casos, desterrados del matrimonio, era el candidato socialista, Miguel Sebastián. A Juan se le encendieron algunas imágenes de esa ciudad de los divorciados, entre otras la de cientos tendederos con ropa sólo masculina y la de los fines de semana alternativamente llenos y vacíos de niños, y no supo muy bien qué pensar.
La idea del aspirante del PSOE no es nueva. Él la quiere poner en práctica en ese puerto seco -qué extraña definición- que Renfe tiene en Entrevías, el mismo donde el alcalde Alberto Ruiz-Gallardón ha pensado llevar la estación del AVE; pero también el Gobierno de Esperanza Aguirre ha tenido la misma idea, y de hecho ya se han celebrado dos sorteos de viviendas pensadas para ese desdichado colectivo, que repartieron, respectivamente, 160 y 147 pisos entre jóvenes menores de 35 años, mayores de 65, separados, divorciados y ciudadanos con bajos ingresos. Hasta ahí, normal, porque si en España se producen al año más de 100.000 divorcios, es que hay más de 100.000 personas que necesitan una nueva vivienda. Vamos, tan claro y fácil de entender como aquella fórmula matemática infalible que inventaron Les Luthiers: "Está científicamente demostrado que de cada cien personas que ven la televisión, cincuenta son la mitad".
A Juan Urbano, sin embargo, le preocupó menos la atención que los políticos dedicaban a los divorciados sin un lugar donde caerse muertos que su existencia. Porque ésa es la cuestión, que existen, al menos en un gran porcentaje, porque a base de dejar casi siempre a la misma mitad de las parejas rotas en la calle se está formando un ejército de derrotados, un colectivo hecho de personas desposeídas, que en alguna ocasión lo tuvieron casi todo y de pronto, como si fuesen castigadas por romper algún antiguo código moral, se han quedado a la intemperie, privados a veces de sus hijos, su casa y la parte del león de su nómina...
Igual es verdad eso que dice en uno de sus poemas el escritor Luis García Montero, "nada sabe de amor quien no ha perdido / por amor una casa, / una hija tal vez y más de medio sueldo, / empeñado en el arte de ser feliz y justo", pero quién podría jurar que sea equitativo pedir tanto desierto a cambio de la entrada al paraíso.
Hacía poco tiempo que Juan Urbano había leído otra información según la cual la Generalitat está preparando ya una ley, parecida a la que ya existe en otros países de Europa, que otorgará la custodia compartida, de forma automática, a los cónyuges que se separen, y alentará el reparto justo de sus bienes. Se dijo que esa iniciativa parecía mucho más sensata que la que se promueve en la Comunidad de Madrid, porque donde una va a la raíz del problema, la otra se conforma con enmascararlo. "O sea", pensó, "que una es hacer política y la otra atenerse a la corrección política a la moda, lo cual es tan distinto que por lo general es todo lo contrario".
Y después, pagó su café, dobló el periódico y se fue rumbo a la casa de su amor capicúa sin poder dejar de imaginarse una vez más esa calle de los divorciados, con sus torres llenas de ropa sin compañía que, por alguna razón, estuvo seguro de que en las noches más frías, mientas estaba puesta a secar, lloraba sobre las aceras "lentas lágrimas sucias", como lo hace en un poema de Pablo Neruda.
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