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Mediterráneas

En el artículo que hace unos días firmaban esos caballeros de la paz que son Sami Nair, Shlomo Ben Ami y Mayor Zaragoza, y que era un auxilio socorro de urgencia, había un punto de partida que me conmueve. Si no pensamos en nuestros hijos, decían, si nos aferramos al pasado y al odio, no podremos construir esa convivencia que permita crecer a nuestros nietos. Y me pareció que tienen un coraje enorme, porque se atreven a tomar en cuenta esa punta sentimental, ese movimiento del alma que pertenece a lo privado e íntimo, pero que tiene que ver con lo que se quiere, en todas las acepciones de querer, y a ponerlo en relación con la lúcida disección política y con la definición de un programa factible. Esas dos condiciones -nadie renuncia a sus fines e ideales, pero todos prescinden para siempre de los medios violentos; y todos "aceptan el compromiso de que sólo los hijos de ambos contendientes cuentan"- hacen posible un proceso de paz, en Oriente Medio, en el País Vasco o en el enfrentamiento de civilizaciones en las márgenes del Mediterráneo. Pero son ineludibles.

Tengo la impresión de que por ahí tiene que ir ese pensamiento de mujer que muchas están intentando articular, como vimos en Roma, hace pocas semanas. El encuentro de mujeres del Mediterráneo, celebrado en el romano Instituto Cervantes, reunió una treintena de intelectuales y escritoras venidas del Magreb, Turquía, Francia, Israel, Italia y España. Allí se dio una reflexión plural, elaborada desde distintas tendencias feministas y desde las tres culturas mediterráneas de origen religioso, que se preguntaba el papel de las mujeres en la construcción de un Mediterráneo pacífico, próspero e igualitario.

Sobre la riqueza de ese encuentro abierto y, ya digo, plural, sólo planeaba una sombra, una incomodidad. Se sentía la referencia poderosa de dos temas que, simplificando mucho, podríamos metaforizar en dos piezas indumentarias: el velo y la cufía. Quiero decir, el conflicto árabe-israelí, y la cuestión femenina en el islam.

El segundo se abordó desde muchos lugares, y a menudo apasionadamente, pero el tema palestino -al que por otro lado, nadie aludió directamente- funciona como un trallazo sentimental que supera incluso las dimensiones geográficas y políticas del conflicto, para impregnar pasionalmente cualquier discusión. Parece como si cristalizara toda la situación bélica de la región, y hasta los conflictos sociopolíticos de los países en paz. Es justo este apasionamiento dado, supuesto, presupuesto, que comparten velo y cufía, el que da origen a este artículo.

Las dos márgenes del mare nostrum parten de una situación diríamos que disimétrica. En lo económico sobre todo, pero también en lo político. Y diferente, por así decir, en lo cultural. Pero, en lo que se refiere a las mujeres, con algo en común: sea en el Norte posindustrializado o en el Sur en desarrollo, tenemos una dimensión simbólica que nos desborda. Es obvio que la situación de las mujeres funciona como piedra de toque de toda la civilización islámica, lo que produce un agudo malestar que no puedo dejar de percibir en escritos y actitudes de sus intelectuales y escritoras. Si, desde el sistema vestimentario hasta los roles familiares y sociales, pasando por algunas costumbres preislámicas pero "recuperadas" por ciertas sociedades musulmanas, la mujer "árabe" es para Occidente el penoso paradigma de lo que una sociedad puede hacer con la mitad de sus miembros.

Pero la europea tampoco va manca. Nuestra imagen simbólica habla de agresividad sexual, codicia económica, simbiosis machista, impudor y desvergüenza, y un egoísmo que lleva a traicionar los mandatos de la especie. También es obvio que las occidentales vivimos un ascenso social sin precedentes históricos, al que acompañan cifras brutales en lo que se refiere a violencia machista, desigualdades diversas y vacilación en cuanto al rol. Tampoco es muy cómodo este clisé para las intelectuales y las escritoras europeas.

Parece que la dimensión simbólica de la mujer nos sobrepasa. No es que este valor-símbolo venga de nada, pero niega nuestro ser de sujeto (está formulado para eso) y, sobre todo, funciona como un prejuicio, como una pantalla que desprestigia a la interlocutora, ¿me explico? En estos estereotipos, lo que no hay es mujeres: las musulmanas, desaparecidas bajo el chador, y las cristianas y judías convertidas en putas o en varones... Más: las judías, en agresoras y enemigas, por el conflicto palestino-israelí.

Esa necesidad de visibilidad de su ser de sujeto, es decir, de su capacidad de pensamiento, de acción y de imaginación, diferentes en la igualdad, es lo que tienen en común las mujeres de las tres culturas mediterráneas. Y sólo serán visibles en tanto afronten, mejor juntas que de una en una, las necesidades que exige ese futuro de nuestros nietos. Que son muchas. Desde el codesarrollo socioeconómico al control demográfico, desde el control de los bienes y su justo reparto, a esas desgracias que tienen su base en el imaginario, y que se llaman racismo y xenofobia y machismo, por mencionar sólo algunas. Desde la gestión de sociedades que respeten los derechos humanos, al progreso democrático e igualitario... Y por poner el dedo en la llaga, esta Europa amurallada y blindada contra el Sur.

Pero sobre todo, tenemos el enorme reto de la paz.

Todas éstas son cuestiones de mujer. Sin tenerlas por delante, poco podrán hacer. Y poco o nada, si no empiezan a desmontar prejuicios, las mujeres que son las primeras víctimas, las primeras sospechosas de esas construcciones del sentido común. Desmontarlas les permitirá verse. Y justo entonces, incluir el querer del que hablan los incansables de la paz, en el horizonte de su diálogo y de su trabajo. Tomar la palabra -hacerse bien visible- significa desguazar los conceptos y preconceptos y elaborar discursos nuevos. Porque para los mismos, nos salen sobrando. Y el mundo, y el Mediterráneo, los necesitan.

Rosa Pereda es periodista y escritora.

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