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Análisis:Puro teatro | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Huracán sobre Kabul

Marcos Ordóñez

Ya era hora de que Mario Gas volviera a apasionarse con una obra: Homebody/Kabul, de Tony Kushner, ha llegado al Español en uno de los montajes más ambiciosos y contundentes de la temporada. Podría ser una novela de Graham Greene reescrita por Don DeLillo, un viaje sin mapas al corazón de un universo caótico y enloquecido. Kushner tardó cuatro años en componerla y le puso punto final poco antes del 11-S. Cuando se estrenó en Nueva York todavía humeaba el fuego de las Torres Gemelas y fue acogida con reacciones extremas: para unos era el texto de la década; para otros, como el Wall Street Journal, "peligrosa propaganda talibán". Homebody/Kabul se sitúa en 1998, poco después de los primeros bombardeos yanquis sobre Afganistán, pero comienza en Londres con un alucinado y fascinante monólogo de una hora. Vicky Peña es la Madre, la Homebody (ama de casa) del título, la prototípica inglesa apasionada por el Viaje con mayúsculas. Su interpretación arranca con un extraño tono chillón y casi paródico, con carrerillas y acentos nasales que hacen pensar en un desconcertante cruce entre Pynchon y el Lamento de Adelaida de Guys and Dolls. Esa excesiva excentricidad pronto muta y danza hacia el dolor y la locura soterrada, hacia el ensueño y la grandeza. La Madre nos lee páginas de una antigua guía sobre la milenaria ciudad de Kabul, el originario Jardín del Edén; se pierde, dopada con antidepresivos, por encrucijadas mentales y palabras inventadas; nos narra su aventura pasional, real o imaginaria, con un vendedor musulmán del East End, como Alicia mesmerizada por el Sombrerero Loco, y proclama su amor imposible por la condenada belleza del mundo. Es en ese tercio final cuando Vicky Peña avanza hacia el público y vuela libre y nos hace volar en uno de los trabajos más complejos y difíciles de su carrera.

Sobre Homebody/Kabul, de Tony Kushner, dirigida por Mario Gas en el Español, de Madrid

Saltamos a una mugrienta habitación de hotel en Kabul. El sofisticadísimo monólogo de la Madre enlaza, sardónicamente, con un gélido poema forense: la descripción de su cadáver despedazado, que el doctor Kari Shah (Mahamed el Hafi), a las órdenes del ministro Durranni (Hamid Danechvar) recita ante su marido y su hija. Conocemos a Milton, el marido (Roberto Álvarez, demasiado convencional, lástima), un informático que descubre su coraje tras perderse en un progresivo letargo de alcohol, opio y heroína de la mano de Congo Twisleton, un yonqui que trabaja para el gobierno inglés (Jordi Collet, casi la versión juvenil de George Clooney en Syriana), y vamos a seguir los pasos de Priscilla, la atormentada hija de Milton, una Antígona pospunkie. Elena Anaya ha de pechar, para su debut escénico, con un personaje muy poco agradecido, crispado y antipatiquísimo, todo lo antipático que puede ser alguien que ha vivido un aborto, varios intentos de suicidio y una sobredosis de electroshocks antes de cumplir los 25. Priscilla lleva esa electricidad dentro, y la falta de tablas de Anaya le hace escupir una corriente discontinua, una furia un tanto monótona, aunque la joven actriz irradia luz a medida que avanza en su búsqueda, guiada por Kwhaja (estupendo Mehdi Ouazzani, tan cercano al Paco Rabal de Nazarín), un poeta tayik que escribe en esperanto porque es un lenguaje "sin historia y, por tanto, sin opresión". En su camino va a encontrarse con un feroz policía talibán (Mostafa el Houari) y con la repudiada Mahala (estremecedora, lorquiana Gloria Muñoz), bibliotecaria en un país sin bibliotecas, y con un morabito sufí (Driss Karimi), guardián de la tumba de Caín, que busca, a su vez, "la lengua perdida del paraíso, donde las palabras puedan renacer, inocentes". Homebody/Kabul es, entre muchas otras cosas, una meditación sobre el lenguaje como código cifrado o, para decirlo a la manera de Isabel Coixet, sobre la vida secreta de las palabras. En el escenario del Español se habla en pastún y en dari, en castellano, francés y esperanto, pero además el texto de Kushner trabaja como una cámara de ecos: el soliloquio inicial tiene su paralelo, al comienzo de la segunda parte, en la salvaje diatriba de Mahala, que tras lanzar una frase escalofriantemente premonitoria ("los talibanes están llegando a Nueva York"), cuenta que ha perdido su propio idioma y se ha perdido a sí misma. O la culminante escena de la tumba de Caín, preludiada por el diálogo con Zai Garshi (notable Hamid Krim), el actor que sobrevive vendiendo sombreros en un país donde el teatro, como cualquier "representación de la realidad", ha sido prohibido por los talibanes, y que se expresa (preciosa idea, digna de Dennis Potter) en un idiolecto construido con frases de Sinatra y brotado del "país de las canciones". La ordalía de Priscilla, empecinada en encontrar a su madre y en salvar luego a Mahala, es el gran viaje central de la obra. Todos los personajes de Kushner crecen y se transforman; todas sus obras son crónicas de un viaje interior que desborda sus propios límites, avanzando sin líneas rectas ni certezas. Nunca averiguaremos si la Madre murió asesinada por caminar sin burka mientras escuchaba al impío Frankie cantando It's nice to go trav'ling en su walkman o si comenzó una nueva vida en Kabul, convertida al islamismo; o si los poemas de Khwaja eran mensajes en clave para la resistencia antitalibán. Sólo sabremos que Priscilla fue a buscar a una madre y encontró a otra, y que, bella ironía última, Mahala halló la paz en un pequeño jardín inglés, abandonado por su antecesora, la mujer que soñaba con un edén en el otro lado de la luna. Homebody/Kabul, admirablemente traducida por Carla Matteini, es Kushner en estado puro: una pieza excesiva (tres horas), a ratos logorreica y sobrecargada de información, pero desbordante de vida, de ideas, de emociones, de fuerza. Como su montaje: un antídoto definitivo, por su compromiso y su tentacularidad, ante la escuálida dieta de tantos "nuevos dramaturgos" convencidos de que bastan tres vagos perfiles, una anécdota alargada y diálogos de telegrama para levantar una obra.

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