Cable azul, cable rojo
Desde una perspectiva un tanto desapasionada, la situación política española parece la escena final de una película del género cable azul, cable rojo. El mundo, o al menos el mundo tal y como lo conocemos, en el que abres un grifo y sale agua o accionas un interruptor y se enciende una bombilla (excepto en buena parte de Galicia cuando hay temporal) está a punto de irse al guano por las maquinaciones de una sociedad secreta que viste a sus sicarios con esquijama, o de una banda de psicópatas de origen extranjero. Y allí está James Bond o Bruce Willis, manipulando en la máquina infernal, dudando si cortar el cable azul o el cable rojo mientras el segundero digital avanza inexorable.
Para los que acaban de descubrir la exaltación de desfilar con pancartas, Rajoy (o Aznar o incluso Acebes) sería el héroe que, alicates en mano, afronta la tarea de desactivar las trampas que la desidia del Gobierno (o, ya puestos, el propio Zapatero) ha permitido armar. Para aquellos a los que la pancarta les produce un retrogusto agridulce, no hay tal artefacto, o de haberlo, quienes lo han armado son Rajoy y etcétera. Unos y otros, y los demás, sabemos, no obstante, que todo es mentira. Como el cinematográfico o el teatral, el espectáculo político hispano se basa en una convención: dejamos en suspenso la realidad a cambio de que nos susciten emociones que podamos vivir vicariamente.
La cartelera esa lleva dos años y pico situándonos al borde de abismos varios -el moral, el nacional, el constitucional, entre otros- y dando pasos adelante: el matrimonio homosexual, la religión y/o la enseñanza, la tregua-trampa II, el accidente del helicóptero Cougar, el tripartito en la Generalitat, la flaqueza antiterrorista, las collejas a Bono, el Estatuto catalán, el entreguismo a los terroristas, las colaboraciones de los magistrados del Constitucional y los usos del ácido bórico, entre otros escándalos del siglo. Lo malo es que, de un tiempo a esta parte, los argumentos son más sucintos que los de las películas pornográficas y el espectáculo consta únicamente de las estresantes secuencias finales de cable azul, cable rojo. Y no bien estamos desactivando un artefacto (la autoría del 11-M), cuando nos reclaman para que nos escandalicemos de otro (el caso De Juana), igual que esos cineastas con más contactos que talento cuyas películas concitan más atención durante el rodaje que después de estrenadas. Lo peor es que no sólo es bastante cansado, sino que hay gente que se lo cree. Como adolescentes que salen dando mandobles después de ver Piratas del Caribe? hay energúmenos que, hartos sin duda de increpar a Pepe Blanco, insultan a José Antonio Labordeta (y ya pueden ir poniendo las barbas a remojar los de Coalición Canaria, por tibios).
En Galicia, a la espera de que caven los abismos, nos vamos arreglando con los bordes de las cunetas. Hay una vía autóctona al sobresalto, que va de la línea de pensamiento "aquí hay tomate" a la de CSI San Caetano. La tomatización es que un partido antaño presidido por un caballero que ofrecía unas h... a una señora en plena calle, airea hogaño, indignado, la queja, no acreditada, de la ex empleada doméstica de un alto cargo de la Xunta, estilo Alejandro Sanz.
La otra variante revela al mundo casos como el de un funcionario de una consellería (la de Cultura) que ha percibido 300 (sic) euros por una conferencia organizada por su propio departamento. Lo ha desvelado un investigador que, cuando no está procesando las dependencias de Cultura, forma parte de un gobierno local (el de Vigo) que tiene dificultades para justificar en qué actos y festejos le invirtieron 1,5 millones de euros. En la increíblemente veloz evolución desde la boina al birrete, el PP deG ha descubierto a Baudrillard: "El simulacro no es lo que oculta la verdad. Es la verdad la que oculta que no hay verdad. El simulacro es verdadero". O sea, lo mismo da qué cable cortes, o que lo cortes o no. El artefacto explota igual. Y además, no hay forma de salir del cine.
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